martes, 16 de diciembre de 2014

El descenso XXVI













XXVI








Llegamos a casa justo en el momento en que Luisa regresaba de su paseo con Andrea; Rocío estaba sacando sus cosas del maletero cuando las vio venir.
—¡Hola Rocío!, cuánto tiempo hermosa; ¿cómo estás?
--Buenas tardes Luisa, pues ya casi cinco años sin vernos, yo muy bien ¿y tú? —dijo mientras se acercaba a la silla a darle dos besos— te encuentro muy bien.
—He tenido días mejores —respondió con desánimo—, lo cierto es que me cuesta acostumbrarme a este ritmo tan lento de vida. Pero no hablemos de mí, que tiempo hay de sobra para eso… ¿Conoces a Andrea?
—No, encantada. —Sonrió e igualmente la besó en la mejilla, luego se dirigió de nuevo a mi prima— ¿es nueva, verdad? —Andrea tomó la palabra y dijo decidida:
—Llevo tres años y medio al servicio, y también estoy encantada de conocerte, Rocío.
—Seguro que nos llevamos muy bien, me gusta tu garbo —comentó sonriente. Yo seguía la conversación a la distancia con todos los bultos en el suelo —¿Qué, entramos en casa o nos quedamos a dormir aquí?—. Luisa me echó una mirada que me atravesó como una lanza.
—Óyeme bien, primito, a veces calladito estás mucho mejor. Contigo no hay quien disfrute del placer que supone una buena conversación.
—Yo os dejo que sigáis, es cosa vuestra; voy a ir metiendo las maletas.
—¿Y cómo es que te has decidido a venir?
—Quería cambiar de aires —mintió Rocío piadosamente.
—Ah, el aire de esta sierra seguro que te viene bien.
—Y también por ayudarte en lo que pueda, Luisa; todavía recuerdo lo buena que fuiste conmigo y es como una retribución por aquello, además de que me lo pide el corazón.
—¡Gracias! —dijo ella conmovida—, qué bueno que te acuerdes de una nimiedad como esa…
—Que te enfrentaras a mi suegra no fue una nimiedad, al menos para mí no; nunca te lo podré compensar pero haré lo que pueda por hacerte sentir mejor.
—Ya lo has hecho, Rocío; solo con tu palabra lo has logrado.
—Conmigo también —dejé caer. Luisa me miró con sorpresa.
—¿Qué quieres decir?
—Ha venido para quedarse a mi lado en Ilán.
—¡Pero eso es fantástico!, entremos, entremos ya… ¡Esto hay que celebrarlo!
—Deje que la ayude, señora —dijo Andrea— hoy ha hecho mucho brazo ya…
—¡Quita, quita! Me basto y me sobro para entrar en mi casa por propia mano, niña.
—Como quiera, pero luego no se me queje que le duele el codo.
—Me quejaré de lo que quiera —replicó tajante, luego bajó el tono— eso sí, tú puedes tomártelo como quieras ¡ja, ja, ja, ja! Hoy soy feliz, déjame disfrutar de este momento sin recordarme a qué estoy sujeta.
—Tiene razón, señora.
—Andrea, ¿tengo que repetirlo?
—No, Luisa.
—Eso está mucho mejor.
—No cambies nunca, prima —le dije enternecido, ella me miró y sus ojos chispearon.
—Eso no sucederá, y bien lo sabes, que soy turriona como todos los nuestros o puede que un poco más; donde digo A es A aunque sea B y de ahí a misa.
—Sí, como el abuelo Antonio —reí—, era todo un temperamento.
—Y un caballero de los de antes; cuando puedas lee todo lo suyo en la biblioteca ya verás que no tiene desperdicio.
—Así lo haré, pero vamos, vamos, ya lo dijiste hace unos minutos y aquí estamos todavía —guiñé.
—Insoportable, pesao, mameluco… —protestó— ¿Serás capaz de soportarlo?
—Sí, creo que podré aguantar su ironía—respondió Rocío mientras recogía su maleta—, se puede decir que crecí con ella.
—Así fue —dije al tiempo que la abracé frente a las dos y le di un profundo beso en la boca, ellas sonreían, nosotros también cuando separamos nuestros labios y las miramos observándonos embelesadas como si estuvieran viendo la escena final de una película romántica. Tentado estuve de sacar el pañuelo y todo, pero no quise romper la magia del momento así que despacio y en silencio fuimos entrando, dejando a Luisa que nos abriera paso mientras indicaba a Rocío cada una de las dependencias; yo, a lo mío, iba subiéndolo todo por el ascensor hasta la que sería, ya por siempre, nuestra habitación.
Alex volvió con Gaspar a eso de las ocho, todos estábamos charlando animadamente en el salón cuando entraron por la puerta. Rocío se quedó mirándolos, Gaspar no salía del asombro.
—Hola G... ¿Cómo estás?
—Bien, pero ¿qué haces aquí?
—¿Acaso importa?
—No, no, si lo digo porque me pilla por sorpresa…
—Pues he venido con Jorge. Ya lo entenderás, tiempo hay de hablarlo todo y más estando aquí, lejos de Marcelo… Y tú, Alex, ¿cómo estás?
—Muy bien Rocío —respondió—, hemos estado tanteando los inicios de la ruta, seguramente en un mes esté en condiciones para intentarlo.
—¡Qué bien! —dijo Andrea, mientras yo observaba cómo sus miradas se dirigían más hacia Gaspar que a Alex—, entonces ha sido una buena caminata, debéis estar cansados… ¿Os preparo algo?
—No Andrea, gracias —comentó Alex—, ya para lo que queda esperaremos a la cena.
—Yo sí que quería algo para saciar al gusanillo, una pieza de fruta si hay me iría bien—replicó Gaspar.
—Ahora te la traigo —dijo. Él negó con la cabeza.
—Mejor voy contigo —Ambos salieron juntos del salón y nosotros quedamos de tertulia.
—¿Cómo te fue el curso este año? —preguntó Rocío. Alex no ocultó su desinterés respondiendo a la gallega —¿No te lo han dicho?
—¿Decirme qué?
—Que lo ha dejado para ocuparse de mí —dijo Luisa molesta—, pero parece que tampoco tiene intención de hacerlo, cuando el alpinismo se le mete entre ceja y ceja no tiene tiempo más que para sí mismo.
—Lo siento, pero creo que ayudo en lo que puedo —murmuró— Anteayer sin ir más lejos fui yo quien te llevó a León.
—¡Sí, claro! —siguió con su clásico tono de reproche—,  pero ha sido la única esta semana, y fuiste porque tenías que comprar las cuerdas que si no otra vez tendría que haber ido con Andrea. Eso por no hablar del tiempo que pasas en la biblioteca.
—Ya me conoces, casi siempre he vivido más ahí que en otro sitio.
—Lo sé, pero podrías preocuparte un poco, desde que Julián se fue es Jorge quien se ha encargado de la casa.
—Así me dijo Julián que hiciera —intervine—, pero es cierto; sería de agradecer tu colaboración.
—O sea que estáis los dos contra mí…
—Nadie está en contra de nadie —Dijo Rocío con el ceño fruncido— Te están haciendo ver la realidad que debes afrontar.
—Puede que tengáis razón, pero prometo…
—¡Cuidado con lo que prometes! —le advertí— Un hombre se debe siempre a su palabra.
—… Prometo hacerme cargo de todo cuando regrese de la ascensión.
—De acuerdo —asintió Luisa—, pero antes trata de echar una mano, si no es a mí por lo menos a Jorge con los negocios.
—Prefiero estar contigo, los números nunca me gustaron.
—Tienen que gustarte, quieras o no —dije, tratando de zanjar el asunto— pero hagas lo que hagas, a tu vuelta espero no tener que recordarte esta conversación.
—No tengas cuidado, así se hará tío.
—Me agrada que me llames así —comenté sonriente, siempre me había llamado Jorge a secas o el primo Jorge por imitación de la usanza de Julián y Luisa. Lo primero lo acepto, es mi nombre al fin y al cabo; pero lo segundo es rotundamente falso del modo que lo quieras ver.
Andrea llegó radiante para decirnos que la cena ya estaba lista. Gaspar la seguía desde el pasillo con la mirada y Rocío esbozó una sonrisa —ya sé de qué fruta se trata—, me susurró suavemente —, ¿quieres una de postre esta noche? —Luego me mordió el lóbulo y con esa perla pendiente de mi oreja me incorporé del sofá; ella se apartó sorprendida y se echó a reír —vamos a cenar— le dije, y  rodeando su  cintura con mi brazo nos encaminamos a la cocina. A lo lejos podiamos ver a Luisa ya estaba entrando, Gaspar empujaba la silla sin apenas esfuerzo; ella se giró y lo mirándole le preguntó:
—¿Te quedarás a cenar?
—Sí, todavía tengo que hablar con él —dijo Alex.
—¡Perfecto!... Si quieres puedes dormir hoy aquí, hay habitaciones vacías de sobra que solo están criando polvo.
—No quisiera molestar, señora —se excusó Gaspar—
—No es ninguna molestia, neno. Ya te enseñarán tu habitación más tarde, ahora vamos, que se enfría la sopa y eso es pecado.
—Y tanto, como que es de marisco —dijo Andrea con picardía.
Nos sentamos en la mesa y mientras ella traía la olla marché hasta la bodega para escoger una botella, al final me decidí por un rosado de prieto picudo bastante fuerte de la comarca del Torío; subí la escalera y volví a sentarme entre Rocío y Alex. Fui sirviéndolo en las copas, la temperatura y el maridaje eran perfectos. Después de la sopa Andrea trajo un solomillo de ternera que se deshacía en la boca, masticaba con delectación cuando sentí una voz, era Alex así que tragué y abrí los ojos.
—Perdona, ¿qué decías?
—¿Sabes algo de Rosa?
—No, ¿pero eso a qué viene ahora?
—De pronto, ahí en el salón pensé en ella y sentí que le estaba pasando algo malo.
—¿Qué le puede pasar allá?, está entre mujeres devotas y piadosas…
—Lo sé, ni yo mismo me lo explico pero así me pareció.
—Pues no sé, pero ya averiguaré algo si te preocupa.
—Gracias Jorge.
—De nada Alex, para eso estoy aquí también. Terminemos tranquilamente este solomillo y hablamos  luego de ello en la librería, ¿de acuerdo?
—Es curioso…
—¿El qué?
—Esta conversación parece que quiere terminar igual que otra que recuerdo como si fuera ayer… pero no, aquella fue con Julián y era nochebuena.
—De él quiero hablarte también, pero mejor que sea allí, con el estómago satisfecho se ven las cosas siempre de otro modo e incluso, yéndonos al símil que nos sugiere el lugar y el momento, aquel lector (llámese tú o yo o él), antes hambriento de letras se detiene más a gusto, ahora bien lleno, en cada detalle aparentemente nimio de la trama para ir descubriendo lo que se ocultaba desde el principio.
Alex me miró con asombro, quizás preguntándose qué rayos era lo que quería decir con aquella grandilocuente palabrería murmurada, cuando lo que en verdad deseaba era terminar de una vez ese magnífico solomillo y seguir firme tanteando el suave muslo derecho de Rocío con mi mano mientras ella la acariciaba dulcemente acercándola a su ser.
Terminamos a las diez y media más o menos, tras darle un beso de buenas noches a mi prima me encaminé con Alex a la biblioteca, Gaspar iba siguiéndonos por el pasillo varios pasos más atrás; me di la vuelta.
—¿Vienes?
—Sí.
—No puedes.
—Pero, ¿por qué?
—Vamos a tratar asuntos de familia, si quieres esperar que Andrea te lleve a tu habitación, luego hablarás con él —le dije guiñándole un ojo. El giró sobre sí y se marchó más contento que unas pascuas. Después entramos y cerré la puerta con dos vueltas de llave —por si acaso—, le dije a Alex.
—No hacía falta, pero si te sientes más seguro así…
—Créeme, a nadie más incumbe lo que aquí hablemos.
—Te creo… por cierto, ¿qué querías decirme de Julián?
—Ha muerto.
—Lo sé —dijo con una seriedad que me dejó helado.
—¿Cómo que lo sabes?
—Lo llamé anteayer a Londres, se puso Elisa y me dio la noticia.
—Entonces ya te imaginarás por qué me mandó venir…
—Si me lo puedes contar.
—Ya muerto no hay secreto que valga, me dio plenos poderes sobre todo hasta que pudiera confiar en ti, dejó una nota aquí que me mandó quemar y otra igual con su firma ante notario en un depósito bancario, y visto que sigues con tus obsesiones y al margen de todo lo que nos concierne de momento no puedo confiarte nada, pero espero que poco a poco lo hagas por ti mismo.
—Sí, ahora hablas por él y casi también como él; solo te falta cojear.
—¿Aún no está frío y ya te estás burlando de él?
—¡Ni mucho menos! Perdón si así te ha parecido pero siento su pérdida, quizás no tanto como tú, pero también era mi tío —comentó entre disgustado y ofendido— Creo que fui bien claro abajo, a mi regreso del trono del diablo me ocuparé de todo.
—Te tomo la palabra Alex —dije—, no hay más que hablar sobre eso entonces y en cuanto a lo que habías sentido sobre Rosa en el salón, ¿podrías ser más claro?
—Noté como una punzada en el pecho y me vino su imagen, fue muy raro; no sabría decirte bien pero lo sentí muy real.
—Creo que sé a lo que te refieres pues es algo que viene de familia; a mí también me ha pasado más de una vez con mis hermanos y amigos, y a tu abuela Marta le sucedía con todos nosotros, hasta el punto que más de una vez tuvieron que ingresarla de lo mal que se puso. Son como premoniciones, pero se sienten muy adentro, muy viscerales y dolorosas; pueden llegar a durar varias horas o incluso días enteros y no se alivian con ningún calmante.
—Era lo que no querías que oyera, ¿verdad?
—Bien, veo que tu obsesión con la montaña no te ha quitado capacidad deductiva… No quiero que nos tomen por locos, como hicieron los del pueblo con Inés.
—¡También sabes lo de las cartas!
—Solo lo que me contó abuela Marta cuando era un guaje, no he leído todavía ninguna carta. Él se levantó de la mesa y abrió el cajón de la estantería del oeste, de allí sacó una vez más el portafolios y me entregó las cuatro primeras.

—Empieza con estas mientras yo sigo con las cuatro que aún me quedan, según las acabe de leer te las iré pasando... Ya es hora de terminar de una vez con esta intriga.


























No hay comentarios:

Publicar un comentario