XXVI
Llegamos a casa justo en el momento en que
Luisa regresaba de su paseo con Andrea; Rocío estaba sacando sus cosas del
maletero cuando las vio venir.
—¡Hola Rocío!, cuánto tiempo hermosa; ¿cómo
estás?
--Buenas tardes Luisa, pues ya casi cinco años
sin vernos, yo muy bien ¿y tú? —dijo mientras se acercaba a la silla a darle
dos besos— te encuentro muy bien.
—He tenido días mejores —respondió con
desánimo—, lo cierto es que me cuesta acostumbrarme a este ritmo tan lento de
vida. Pero no hablemos de mí, que tiempo hay de sobra para eso… ¿Conoces a
Andrea?
—No, encantada. —Sonrió e igualmente la besó en
la mejilla, luego se dirigió de nuevo a mi prima— ¿es nueva, verdad? —Andrea
tomó la palabra y dijo decidida:
—Llevo tres años y medio al servicio, y también
estoy encantada de conocerte, Rocío.
—Seguro que nos llevamos muy bien, me gusta tu
garbo —comentó sonriente. Yo seguía la conversación a la distancia con todos
los bultos en el suelo —¿Qué, entramos en casa o nos quedamos a dormir aquí?—.
Luisa me echó una mirada que me atravesó como una lanza.
—Óyeme bien, primito, a veces calladito estás
mucho mejor. Contigo no hay quien disfrute del placer que supone una buena
conversación.
—Yo os dejo que sigáis, es cosa vuestra; voy a
ir metiendo las maletas.
—¿Y cómo es que te has decidido a venir?
—Quería cambiar de aires —mintió Rocío
piadosamente.
—Ah, el aire de esta sierra seguro que te viene
bien.
—Y también por ayudarte en lo que pueda, Luisa;
todavía recuerdo lo buena que fuiste conmigo y es como una retribución por
aquello, además de que me lo pide el corazón.
—¡Gracias! —dijo ella conmovida—, qué bueno que
te acuerdes de una nimiedad como esa…
—Que te enfrentaras a mi suegra no fue una
nimiedad, al menos para mí no; nunca te lo podré compensar pero haré lo que
pueda por hacerte sentir mejor.
—Ya lo has hecho, Rocío; solo con tu palabra lo
has logrado.
—Conmigo también —dejé caer. Luisa me miró con
sorpresa.
—¿Qué quieres decir?
—Ha venido para quedarse a mi lado en Ilán.
—¡Pero eso es fantástico!, entremos, entremos
ya… ¡Esto hay que celebrarlo!
—Deje que la ayude, señora —dijo Andrea— hoy ha
hecho mucho brazo ya…
—¡Quita, quita! Me basto y me sobro para entrar
en mi casa por propia mano, niña.
—Como quiera, pero luego no se me queje que le
duele el codo.
—Me quejaré de lo que quiera —replicó tajante,
luego bajó el tono— eso sí, tú puedes tomártelo como quieras ¡ja, ja, ja, ja!
Hoy soy feliz, déjame disfrutar de este momento sin recordarme a qué estoy
sujeta.
—Tiene razón, señora.
—Andrea, ¿tengo que repetirlo?
—No, Luisa.
—Eso está mucho mejor.
—No cambies nunca, prima —le dije enternecido,
ella me miró y sus ojos chispearon.
—Eso no sucederá, y bien lo sabes, que soy turriona
como todos los nuestros o puede que un poco más; donde digo A es A aunque sea B
y de ahí a misa.
—Sí, como el abuelo Antonio —reí—, era todo un
temperamento.
—Y un caballero de los de antes; cuando puedas
lee todo lo suyo en la biblioteca ya verás que no tiene desperdicio.
—Así lo haré, pero vamos, vamos, ya lo dijiste
hace unos minutos y aquí estamos todavía —guiñé.
—Insoportable, pesao, mameluco… —protestó—
¿Serás capaz de soportarlo?
—Sí, creo que podré aguantar su
ironía—respondió Rocío mientras recogía su maleta—, se puede decir que crecí
con ella.
—Así fue —dije al tiempo que la abracé frente a
las dos y le di un profundo beso en la boca, ellas sonreían, nosotros también
cuando separamos nuestros labios y las miramos observándonos embelesadas como
si estuvieran viendo la escena final de una película romántica. Tentado estuve
de sacar el pañuelo y todo, pero no quise romper la magia del momento así que
despacio y en silencio fuimos entrando, dejando a Luisa que nos abriera paso
mientras indicaba a Rocío cada una de las dependencias; yo, a lo mío, iba subiéndolo
todo por el ascensor hasta la que sería, ya por siempre, nuestra habitación.
Alex volvió con Gaspar a eso de las ocho, todos
estábamos charlando animadamente en el salón cuando entraron por la puerta. Rocío
se quedó mirándolos, Gaspar no salía del asombro.
—Hola G... ¿Cómo estás?
—Bien, pero ¿qué haces aquí?
—¿Acaso importa?
—No, no, si lo digo porque me pilla por
sorpresa…
—Pues he venido con Jorge. Ya lo entenderás,
tiempo hay de hablarlo todo y más estando aquí, lejos de Marcelo… Y tú, Alex,
¿cómo estás?
—Muy bien Rocío —respondió—, hemos estado
tanteando los inicios de la ruta, seguramente en un mes esté en condiciones
para intentarlo.
—¡Qué bien! —dijo Andrea, mientras yo observaba
cómo sus miradas se dirigían más hacia Gaspar que a Alex—, entonces ha sido una
buena caminata, debéis estar cansados… ¿Os preparo algo?
—No Andrea, gracias —comentó Alex—, ya para lo
que queda esperaremos a la cena.
—Yo sí que quería algo para saciar al
gusanillo, una pieza de fruta si hay me iría bien—replicó Gaspar.
—Ahora te la traigo —dijo. Él negó con la
cabeza.
—Mejor voy contigo —Ambos salieron juntos del
salón y nosotros quedamos de tertulia.
—¿Cómo te fue el curso este año? —preguntó
Rocío. Alex no ocultó su desinterés respondiendo a la gallega —¿No te lo han
dicho?
—¿Decirme qué?
—Que lo ha dejado para ocuparse de mí —dijo
Luisa molesta—, pero parece que tampoco tiene intención de hacerlo, cuando el
alpinismo se le mete entre ceja y ceja no tiene tiempo más que para sí mismo.
—Lo siento, pero creo que ayudo en lo que puedo
—murmuró— Anteayer sin ir más lejos fui yo quien te llevó a León.
—¡Sí, claro! —siguió con su clásico tono de
reproche—, pero ha sido la única esta
semana, y fuiste porque tenías que comprar las cuerdas que si no otra vez
tendría que haber ido con Andrea. Eso por no hablar del tiempo que pasas en la
biblioteca.
—Ya me conoces, casi siempre he vivido más ahí
que en otro sitio.
—Lo sé, pero podrías preocuparte un poco, desde
que Julián se fue es Jorge quien se ha encargado de la casa.
—Así me dijo Julián que hiciera —intervine—,
pero es cierto; sería de agradecer tu colaboración.
—O sea que estáis los dos contra mí…
—Nadie está en contra de nadie —Dijo Rocío con
el ceño fruncido— Te están haciendo ver la realidad que debes afrontar.
—Puede que tengáis razón, pero prometo…
—¡Cuidado con lo que prometes! —le advertí— Un
hombre se debe siempre a su palabra.
—… Prometo hacerme cargo de todo cuando regrese
de la ascensión.
—De acuerdo —asintió Luisa—, pero antes trata
de echar una mano, si no es a mí por lo menos a Jorge con los negocios.
—Prefiero estar contigo, los números nunca me
gustaron.
—Tienen que gustarte, quieras o no —dije,
tratando de zanjar el asunto— pero hagas lo que hagas, a tu vuelta espero no
tener que recordarte esta conversación.
—No tengas cuidado, así se hará tío.
—Me agrada que me llames así —comenté
sonriente, siempre me había llamado Jorge a secas o el primo Jorge por
imitación de la usanza de Julián y Luisa. Lo primero lo acepto, es mi nombre al
fin y al cabo; pero lo segundo es rotundamente falso del modo que lo quieras
ver.
Andrea llegó radiante para decirnos que la cena
ya estaba lista. Gaspar la seguía desde el pasillo con la mirada y Rocío esbozó
una sonrisa —ya sé de qué fruta se trata—, me susurró suavemente —, ¿quieres
una de postre esta noche? —Luego me mordió el lóbulo y con esa perla pendiente
de mi oreja me incorporé del sofá; ella se apartó sorprendida y se echó a reír
—vamos a cenar— le dije, y rodeando
su cintura con mi brazo nos encaminamos
a la cocina. A lo lejos podiamos ver a Luisa ya estaba entrando, Gaspar
empujaba la silla sin apenas esfuerzo; ella se giró y lo mirándole le preguntó:
—¿Te quedarás a cenar?
—Sí, todavía tengo que hablar con él —dijo
Alex.
—¡Perfecto!... Si quieres puedes dormir hoy
aquí, hay habitaciones vacías de sobra que solo están criando polvo.
—No quisiera molestar, señora —se excusó
Gaspar—
—No es ninguna molestia, neno. Ya te enseñarán
tu habitación más tarde, ahora vamos, que se enfría la sopa y eso es pecado.
—Y tanto, como que es de marisco —dijo Andrea
con picardía.
Nos sentamos en la mesa y mientras ella traía
la olla marché hasta la bodega para escoger una botella, al final me decidí por
un rosado de prieto picudo bastante fuerte de la comarca del Torío; subí la
escalera y volví a sentarme entre Rocío y Alex. Fui sirviéndolo en las copas,
la temperatura y el maridaje eran perfectos. Después de la sopa Andrea trajo un
solomillo de ternera que se deshacía en la boca, masticaba con delectación
cuando sentí una voz, era Alex así que tragué y abrí los ojos.
—Perdona, ¿qué decías?
—¿Sabes algo de Rosa?
—No, ¿pero eso a qué viene ahora?
—De pronto, ahí en el salón pensé en ella y
sentí que le estaba pasando algo malo.
—¿Qué le puede pasar allá?, está entre mujeres
devotas y piadosas…
—Lo sé, ni yo mismo me lo explico pero así me
pareció.
—Pues no sé, pero ya averiguaré algo si te
preocupa.
—Gracias Jorge.
—De nada Alex, para eso estoy aquí también.
Terminemos tranquilamente este solomillo y hablamos luego de ello en la librería, ¿de acuerdo?
—Es curioso…
—¿El qué?
—Esta conversación parece que quiere terminar
igual que otra que recuerdo como si fuera ayer… pero no, aquella fue con Julián
y era nochebuena.
—De él quiero hablarte también, pero mejor que
sea allí, con el estómago satisfecho se ven las cosas siempre de otro modo e
incluso, yéndonos al símil que nos sugiere el lugar y el momento, aquel lector
(llámese tú o yo o él), antes hambriento de letras se detiene más a gusto,
ahora bien lleno, en cada detalle aparentemente nimio de la trama para ir
descubriendo lo que se ocultaba desde el principio.
Alex me miró con asombro, quizás preguntándose
qué rayos era lo que quería decir con aquella grandilocuente palabrería
murmurada, cuando lo que en verdad deseaba era terminar de una vez ese
magnífico solomillo y seguir firme tanteando el suave muslo derecho de Rocío
con mi mano mientras ella la acariciaba dulcemente acercándola a su ser.
Terminamos a las diez y media más o menos, tras
darle un beso de buenas noches a mi prima me encaminé con Alex a la biblioteca,
Gaspar iba siguiéndonos por el pasillo varios pasos más atrás; me di la vuelta.
—¿Vienes?
—Sí.
—No puedes.
—Pero, ¿por qué?
—Vamos a tratar asuntos de familia, si quieres
esperar que Andrea te lleve a tu habitación, luego hablarás con él —le dije
guiñándole un ojo. El giró sobre sí y se marchó más contento que unas pascuas.
Después entramos y cerré la puerta con dos vueltas de llave —por si acaso—, le
dije a Alex.
—No hacía falta, pero si te sientes más seguro
así…
—Créeme, a nadie más incumbe lo que aquí
hablemos.
—Te creo… por cierto, ¿qué querías decirme de
Julián?
—Ha muerto.
—Lo sé —dijo con una seriedad que me dejó
helado.
—¿Cómo que lo sabes?
—Lo llamé anteayer a Londres, se puso Elisa y
me dio la noticia.
—Entonces ya te imaginarás por qué me mandó
venir…
—Si me lo puedes contar.
—Ya muerto no hay secreto que valga, me dio
plenos poderes sobre todo hasta que pudiera confiar en ti, dejó una nota aquí
que me mandó quemar y otra igual con su firma ante notario en un depósito
bancario, y visto que sigues con tus obsesiones y al margen de todo lo que nos
concierne de momento no puedo confiarte nada, pero espero que poco a poco lo
hagas por ti mismo.
—Sí, ahora hablas por él y casi también como
él; solo te falta cojear.
—¿Aún no está frío y ya te estás burlando de
él?
—¡Ni mucho menos! Perdón si así te ha parecido
pero siento su pérdida, quizás no tanto como tú, pero también era mi tío
—comentó entre disgustado y ofendido— Creo que fui bien claro abajo, a mi
regreso del trono del diablo me ocuparé de todo.
—Te tomo la palabra Alex —dije—, no hay más que
hablar sobre eso entonces y en cuanto a lo que habías sentido sobre Rosa en el
salón, ¿podrías ser más claro?
—Noté como una punzada en el pecho y me vino su
imagen, fue muy raro; no sabría decirte bien pero lo sentí muy real.
—Creo que sé a lo que te refieres pues es algo
que viene de familia; a mí también me ha pasado más de una vez con mis hermanos
y amigos, y a tu abuela Marta le sucedía con todos nosotros, hasta el punto que
más de una vez tuvieron que ingresarla de lo mal que se puso. Son como
premoniciones, pero se sienten muy adentro, muy viscerales y dolorosas; pueden
llegar a durar varias horas o incluso días enteros y no se alivian con ningún
calmante.
—Era lo que no querías que oyera, ¿verdad?
—Bien, veo que tu obsesión con la montaña no te
ha quitado capacidad deductiva… No quiero que nos tomen por locos, como
hicieron los del pueblo con Inés.
—¡También sabes lo de las cartas!
—Solo lo que me contó abuela Marta cuando era
un guaje, no he leído todavía ninguna carta. Él se levantó de la mesa y abrió
el cajón de la estantería del oeste, de allí sacó una vez más el portafolios y
me entregó las cuatro primeras.
—Empieza con estas mientras yo sigo con las
cuatro que aún me quedan, según las acabe de leer te las iré pasando... Ya es
hora de terminar de una vez con esta intriga.
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