miércoles, 17 de diciembre de 2014

El descenso XVII













XXVII






Amada Inés, la tragedia está  sobre nosotros. Ignoro si esta podrá llegar a ti pero de todas formas escribo por dejar así constancia de lo grave de nuestra situación. Hace una semana emprendimos la marcha; estábamos a un paso del collado haciendo noche cuando uno de los mineros llegó al campamento.
—Señor Conde, el ejército ha tomado Ilán y arrestado a todo sospechoso de huelguista, los tienen en la villa de usted.
—¿Cómo que en la villa?
—Sí, señor; entraron ayer a las diez de la mañana en la casa eran unos doscientos entre artilleros e infantería.
—¡Pero están locos!
—Lo peor señor Conde es que según me han dicho su esposa, doña Inés, estaba allí cuando tiraron abajo la valla y la tienen retenida.
—¡Eso es imposible, seguía en Madrid!
—Regresó hace cuatro días.
—Seré mejor que vayamos —dijo Pedrín.
—Imposible —negó aquel hombre. Su rostro dejaba entrever que había sufrido lo indecible hasta dar con nosotros—, los están buscando por todo el valle.
—¿Crees que me importa ser arrestado?, prefiero eso a que la torturen  sacarle información.
—Usted verá lo que hace —me dijo dubitativo. Un disparo se oyó, detrás de una mata enorme de retama salieron dos soldados, habían alcanzado a Pedrín en la nuca; la frente le había reventado esparciendo sus sesos sobre el rostro del minero. Cayó a mis pies me agaché tratando de incorporarlo pero entonces uno de ellos me dio un culatazo en la boca tirándome al suelo.
—Vamos, señor Conde, le están esperando —dijo con desprecio mientras se reía orgulloso ante los otros cuatro—, no sabe lo que deseaba este momento; tener a mis pies a todo un conde de Ilán.
—Esto le costará caro —le dije. El me miró sin inmutarse. Un hilo de sangre salía de mi boca y el dolor se hacía insoportable, pero era mayor por ver muerto a Pedrín que por el golpe. Me incorporé como pude y el teniente nos ató las manos por la espalda.
—¡Adelante! —ordenó. Y dándonos un empujón comenzamos a caminar a trompicones detrás de la patrulla para internarnos cada vez más en el bosque.
No tardé ni media hora en darme cuenta que se habían perdido. A cada cruce se quedaban un rato pensando, murmurando entre ellos para luego decidirse por dónde continuar. Luego de dar tres o cuatro vueltas a la misma colina comprendieron que no podrían avanzar más aquel día. Llovía y la tarde estaba en sus últimos coletazos. Nos dejaron sobre la base de un castaño gigante y se pusieron a buscar un refugio para encender el fuego Una hora más tarde regresaron, llevándonos a una cueva que estaba a unos quinientos metros, ya tenían la hoguera a la entrada y una vez allí fuimos conducidos hasta el fondo de la misma mientras ellos trataban de entrar en calor bebiendo de una bota mientras se asaba una liebre que tenían ensartada a una rama sobre la lumbre. La humedad y el frío me traspasaban los huesos y tiritaba como hacía años que no lo hacía, tantos que ya no recordaba aquella sensación pero de todos modos traté de mover las muñecas. Fue imposible, estaban firmemente sujetas por la cuerda. Giré la vista y noté que aquel minero me miraba fijamente, con un gesto me indicó que me acercara, así lo hice.
—Introduzca sus manos bajo mi pantalón, encontrará una navaja —susurró— Yo vigilo que no miren. —Me acerqué a él y comencé a tantear en su bajo vientre hasta que la hallé y tras retirar despacio mis manos la abrí.
—No puede cortar las suyas, corte las mías y cuando me liberé  haré lo mismo con usted, pero esperemos un rato hasta que se hayan dormido. —Así lo hicimos y no tardaron mucho en caer rendidos, ni siquiera el que hacía la primera guardia pudo soportar el sueño y tras un par de horas quedamos libres. Le devolví la navaja y sin inmutarse ni hacer el más mínimo ruido  fue hasta el más cercano a nosotros degollándolo, le quitó el mauser y vació el peine disparando a bocajarro sobre el resto de la patrulla. Luego se volvió hacia mí.
—Todo despejado —dijo mirando en la oscuridad mientras me acercaba asustado a la hoguera y contemplaba los rostros desencajados y muecas de sorpresa de aquellos rudos militares, el teniente tenía los ojos abiertos— Tenemos que irnos rápido, antes de que nos encuentren; coja la munición y un par de fusiles y vámonos al monte. Allí estaremos a salvo, conozco bien la zona.
—Te dije que lo pagarías —pensé ante aquel cadáver mientras cerraba sus ojos y le quitaba todas las balas que llevaba encima junto con un par de cantimploras y la bota que colgaba de su pecho. Tras calentarnos los miembros un instante al rescoldo de la hoguera salimos de la cueva y nos pusimos en camino a la luz de la luna, único testigo de nuestra sangrienta huida.
Llegamos a la braña con las primeras luces del día, la nieve cubría las puertas de las cabañas de piedra, lo que nos llevó un par de horas retirarla toda y entrar en una de la que sobresalía una rudimentaria chimenea. Una vez en el interior dejé las armas en el suelo y me senté sobre un banco hecho con sillarejos de los que, supongo, les sobraron de construirla. el minero se sentó a mi lado. Era más alto y fornido que yo; de tez morena y pelo castaño y tenía una horrible cicatriz bajo el ojo derecho que le recorría toda la mejilla.
—Todavía no sé cómo te llamas; ayer entre las noticias que me trajiste y la emboscada se me olvidó preguntar tu nombre.
—Mi nombre es Ismael, nací en Ilán y soy hijo de pastores, señor.
—Llámame José María, creo que de señor ya no me queda nada después de que se enteren de lo sucedido anoche.
—Era necesario, José María, piénselo así. Usted sigue siendo el señor de Ilán, haya pasado lo que haya pasado.
—No creo que arrancar una vida sea algo necesario a no ser que en ello vaya la tuya. Es más, ya me había entregado a mi destino fuera cual fuese, ahora no sé lo que se hará de nosotros.
—Ahora somos asesinos y estamos juntos en esto —dijo impasible. Yo me estremecí ante su mirada fría como el mármol del cementerio. En silencio se levantó a por un poco de paja y algunas ramas de las muchas que había amontonadas a lo largo de la pared e hizo fuego bajo la chimenea con un pedernal, luego volvió a sentarse y encendió un cigarro—. En el invernal de al lado tengo madurando el queso, luego traeré un par de ruedas. Vigile por el boquerón si viene alguien —dicho lo cual, y apoyándose en mi hombro, se puso de nuevo en pie y a grandes pasos traspasó el umbral de la choza cerrando tras de sí violentamente; dejándome  allí, solo en mis pensamientos… ¿Por qué me buscan? ¿Por qué el ejército ha entrado en Ilán? ¿Acaso habrá estallado la revolución?... Pero sobre todo bullían una y otra vez preguntas sobre ti: ¿Por qué has regresado? ¿Estás bien, vida mía? ¿Qué será de ti ahora que soy un proscrito, condenado a huir por montes y terrenos agrestes o a entregarme para que me fusilen o den garrote?
Ismael tardaba en llegar y yo estaba aterido de frío así que me acerqué a la chimenea, apenas quedaban unas chispas; puse varias piñas para reavivarlo y sobre ellas más ramas, pronto entré de nuevo en calor. Comprendí entonces con dolor que debió de sufrir aquella familia, qué espantosa tortura morir así. Unos pasos me pusieron en alerta, alguien se acercaba. Subí hasta el ventanuco y pude ver tres siluetas sobre la nieve, uno era Ismael a los otros no los había visto en mi vida, vestían abrigo y gorro de lana y unas botas de caña alta, entraron tras él en la cabaña de al lado, yo me retiré y mi mirada se detuvo en la estancia. En las tablas de la pared había multitud de enseres posados; las tijeras esquiladoras me llamaron especialmente la atención, no por su forma sino por la cantidad, debía de haber no menos de veinte; al lado del hogar vi cuatro sillas de anea con las excesivamente bajas, traté de sentarme pero desistí, eran demasiado incómodas como estar mucho tiempo en cuclillas, pero…  ¿Qué utilidad podrían tener?
Pensaba en ello cuando de pronto la puerta comenzó a rechinar, Ismael entró con sus compañeros, cada uno llevaba cuatro quesos, se acercaron a mí sin saludar y los posaron sobre un estante. Me quedé mirándolos; uno debía doblar la edad del otro, anchos de espalda pero delgados, o debería decir malnutridos, y de mediana estatura; la piel más blanca que la nieve de afuera y las mejillas enrojecidas por el frío.
—Estos son Ezequiel y Donato, mi hermano pequeño y mi cuñado —dijo Ismael—, les he dicho todo y quieren unirse a nosotros.
—Gracias, pero creo que no será necesario.
—¿Pero cómo que no? —gritó Donato—, cuatro ojos ven más que dos. Además a nosotros también nos están buscando —Eso me intranquilizó, cada vez me resultaba más sospechoso todo aquello.
¿Por qué os buscan? —pregunté.
—Por robar ganado —confesó Ezequiel—, pero yo no hice nada.
—Ni yo tampoco, no te digo el niñato este —rió a carcajadas Donato dejando ver una dentadura podrida a la que le faltaban todos los incisivos—. Claro que lo hiciste, de no haberlo hecho no te hubieras echado al monte sino que estarías todavía prendido de los faldones de tu madre aprendiendo a leer como era tu ilusión.
—Bueno, bueno, como queráis —transigí dándoles un apretón de mano a cada uno—. Entonces Ismael, ¿cuál es el plan, quedarnos aquí esperando?
—No es buena idea —respondió—, este es un lugar de paso. Hay una braña un poco más oculta, allá arriba, pegada a la cresta sur del trono del diablo.
—Precisamente iba en esa dirección cuando me encontraste.
—Lo sé, Pedrín me lo había advertido. El plan es este: Mañana pasaremos el collado y en un par de días más llegaremos. Ezequiel irá ahora de avanzadilla a escudriñar el terreno, por si han descubierto a la patrulla, nosotros haremos noche aquí hoy.
—¿Y después? —pregunté.
—Esperar, vigilar y rezar para que no nos encuentren.
—No suena muy alentador— Pensaba, y sigo pensando…
Ismael cortó el queso y nos entregó una nimia porción para cada uno. Quizás fuera el hambre o yo que sé, el caso es que me supo a gloria.
—¿Tú sabes por qué está el ejército en mi casa?
—Dicen que están para controlar y sofocar la huelga, que son órdenes de Estado —respondió Ismael, yo no me contuve— ¡El maldito Eduardo Dato!... Ya me lo advirtió mi esposa, que era capaz de eso. En mala hora el Rey Alfonso lo nombró.
—En mala hora nació un Rey, cualquiera —dijo Donato.
—Solo hay uno que naciera en  buena —apostilló Ezequiel. 
Yo guardé silencio, rumiando mi pesar en la soledad en que me veía, acompañado por aquel trío de pastores, tan lejos de mi hogar como de ti, Inés. ¿Dónde estarás ahora, amor mío, y dónde estaré yo sin ti?
Donde quiera que estemos o vayamos, errantes seres por el mundo buscando aquello que nos dé la vida solo lo hallaremos en Él y en este amor que nos ha dado, tan tuyo y mío, tan nuestro y tan inmenso que por siempre seguirá flamante, llenando los vacíos y las noches con su luz; implementando por el tiempo, derruyendo los montes, elevando las espumosas canas del mar y llegando, al fin, al mayor de los presentes en un futuro que nadie alcanza a divisar, pues lo que ha de perdurar del hombre no son sus hazañas o sus obras, pues ya pasadas morirán en él bajo el viento del olvido, sino el fruto del amor que deja tras de sí a fuerza de sentir.
Con un beso esperando llegue alguna vez a tu amada piel de seda sello esta.

                                              

                                     Jose María de Ilán y López Castro

































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