jueves, 11 de diciembre de 2014

El descenso XXIII












XXIII





            Gaspar llegó a media tarde; no hacía ni una hora desde que Luisa había salido de compras con Andrea de modo que tuvo que llamar con insistencia para que Alex fuera a recibirle subieron ambos en el ascensor y entraron en la librería, yo ya estaba allí, sentado, leyendo una antología poética mientras ellos planificaban la ruta y las fechas más adecuadas para llevarla a cabo. Una vez terminaron los tres nos dirigimos al mirador para observar el destino el día se presentaba despejado y alcanzaba a verse nítidamente la perfecta silueta en U de todo el valle, así como las diferentes aldeas que lo poblaban apostadas como preciosas gemas de un collar en torno a la ribera, de las chimeneas aún surgía de vez en cuando alguna que otra nubecilla blanca, señal de que todavía la temperatura, pese a lo bonancible que parecía, era demasiado baja; la nieve resplandecía en las escarpadas laderas de las montañas azules formando un blanco anillo sobre la extensa arboleda. Los pinos y las hayas dominaban las alturas y según iba descendiendo la mirada eran grandes robles, castaños, fresnos, álamos y sauces, de vez en cuando aparecía aquí y allá algún que otro acebo, que con su oscuro y brillante follaje y aún engalanado con sus rojos frutos invernales se distinguía entre sus hermanos, como si pretendiera desde su humildad servir como ejemplo de tenacidad y resistencia.
            —Tenemos que seguir por el collado de la cerca, ese que se ve en la falda oeste —dijo Gaspar—, es el camino más seguro; pero debemos esperar al menos un par de meses para intentarlo siquiera.
            —Sí, será lo mejor —asintió Alex mientras observaba el lugar con los prismáticos—. Aún está cubierto por la nieve, y no parece muy estable. —Aún no había terminado de decirlo cuando un enorme alud se abalanzó sobre el collado para detenerse unos kilómetros abajo tras arrancar una docena de árboles. Los tres quedamos en silencio, absortos ante el suceso; pensando quizás lo ínfimo de nuestra naturaleza y poder en comparación con aquella furia fría y letal desatada sin previo aviso. Bajamos de nuevo los tres a la biblioteca y allí estuvimos charlando un buen rato:
            Son interesantes estos libros —comentó Gaspar señalando la sección del Austro—, es una buena colección sobre alpinismo; mejor que la de muchas bibliotecas públicas que he visitado.
            —Sí, mi padre y mi abuelo materno comenzaron con la afición  y yo he ido ampliándola —dijo Alex orgulloso— es como si lo lleváramos en la sangre.
            —Amor por la naturaleza salvaje y su indómita belleza es lo que yo siento —siguió Gaspar—. Así es, la montaña tiene un alto componente sanguíneo, y también de tozudez para continuar adelante vengan como vengan dadas las cosas por eso tiene más que gustarte, convertirse en parte de tu vida y de tu ser.
            —Un poco obsesivo ese concepto para una afición —dije yo—. Quiero decir, que al fin y al cabo es un pasatiempo más. Él guardó silencio y me miró con cierta indiferencia; casi sentí que lo hacía con algo de desprecio por su expresión, luego concluyó:
            —No hablamos el mismo idioma —Y yo volví a sentarme a disfrutar del libro sin decir nada más.        
            Siguieron hablando entre ellos un buen rato sobre libros, montañas y travesías hasta que se hizo de noche. Gaspar se despidió y Alex convino con él en quedar para el jueves en el centro para hacer todos los preparativos con tiempo, siempre había sido muy previsor para estas cosas, al menos en eso no había cambiado. Quedé solo por un instante y escuché un ruido extraño:  —el viento—, me dije; pero luego comprendí que se trataba del ascensor cuyo sonido no había advertido hasta ahora. Alex regresó y cerró la puerta, sentándose a mi lado me dijo:
            —Me parece que no le caes bien.
            —A mí tampoco él, pero da igual, mientras sepa lo que hace y lo haga bien no voy a discutirle nada; no me gusta entrar a opinar sobre lo que desconozco.
            —A mí tampoco —respondió irónico— pero parece buena gente.
            —Sabes lo que pienso de las apariencias, al refranero me remito.
            —Y tú… ¿Sabes lo que estoy pensando yo ahora?
            —Puedo ser listo, a veces; pero nunca seré un adivino —le respondí mientras él sonreía afable.
            —En Rosa… ¿Qué estará haciendo ahora allá en Astorga?
            —Supongo que lo que hacen las novicias: rezar, trabajar y obedecer; solo Dios lo sabe.
            —Creí que no creías en Él
            —Y no creo, pero tampoco creo en muchas cosas, mi pensamiento es esencialmente escéptico.
            —Insoportable, como dice mi madre… ¡Ja, ja, ja, ja!          
            —Sí, eso no te lo voy a negar.

            El timbre sonó bruscamente. Luisa y Andrea habían llegado justo para la cena. Salí corriendo a recibirlas.
            —¿No llevasteis las llaves?
            —Se me olvidó —me dijo Andrea visiblemente contrariada— con las prisas por llegar a tiempo…
            —No te preocupes, niña, la conforté. —Ella agachó la mirada— Anda, entrad, entrad, que ya empieza a helar y os vais a quedar como témpanos ahí fuera.
Andrea empujo la silla de Luisa hasta el salón y luego salió rauda en dirección a la cocina, yo me senté en el sofá, al lado de mi prima:
—¿Qué tal de compras? —pregunté.
—Calla, calla, ha sido una tarde horrible.
—¿Entonces?
—Esta chica se mueve más lenta que una estatua, nos quitaban las ofertas delante de nuestras propias narices, al final me he tenido que conformar con un chal y un vestido estampado; eso sí, me quedan divinos —comentó con su gracia única— Luego estuvimos en una cafetería de Ordoño tomando un té con leche y unas pastas.
—Entonces lo has pasado bien, no te quejes; si vieras el aburrimiento que ha sido estar de tarde aquí sin vosotras, hablando de montañas con Alex y Gaspar…
—¿Ese ha estado aquí? —preguntó sin ocultar su indignación— Me han hablado de él, y no muy bien.
—¿Quién… qué te han dicho?
—El quién no importa, del qué prefiero no hablar.
—¿Tan malo es?
—Peor, asuntos de drogas.
—Habrá que decírselo a Alex entonces.
—Sí, pero antes quiero que te informes bien al respecto; Josefina será una verdulera, pero no da puntada sin hilo.
—¡Ajá!, así que viene de ella el rumor. Ella se echó a reír, consciente de que se le había escapado sin querer el quién.
Ya me enteraré, prima. Mañana mismo iré a preguntar sobre él.
—Sí, pero sé discreto.
—Siempre lo he sido, lo sabes bien. Ella acarició mi hombro.
—Te quiero, Jorge. Qué bien ha hecho Julián al traerte con nosotros.
—¿Sabes por qué se ha ido a Londres?, le pregunté. Ella cambió el gesto, advertí una punzada en su rostro.
—Sí, su médico de cabecera, don Tomás, me lo dijo en una de mis visitas hace un mes.
—¿Quieres que hablemos de ello.
—Ahora no —me respondió—, todavía tengo que asimilar que ya no estará más con nosotros y cada vez que pienso en ello…
—Tranquila prima.
Le di un beso en la mejilla y ella me agradeció en silencio. Al poco Alex entró por la puerta.
—¿Cómo estás mamá?
—Muy bien, mi niño —respondió alegremente, como queriendo olvidar nuestras últimas palabras—. Siéntate aquí al lado de Jorge y cuéntame qué es eso que te tiene tan ocupado.
—Vine a deciros que ya está la cena, ¿queréis comerla aquí o vamos a la cocina?
—Mejor vamos allá —respondí—, siempre se come más a gusto cuando sientes en el ambiente el aroma de lo que vas a probar.
El plato principal consistía en un besugo al horno que devoramos como si no hubiéramos almorzado.
—Está de toma pan y moja, Andrea, ¿es tuya la receta?
—Me la enseñó Rosa, señora, me dijo que la había probado en Madrid y le había gustado tanto que le pidió la receta al cocinero.
—Ah, Rosa, Rosita, Rosa, ¿qué estará haciendo ahora ese angelito mío? —dijo Luisa. Todos nos quedamos pensativos un buen rato, digiriendo el pescado hasta que Andrea se levantó y comenzó a recoger la vajilla.
—¿Quieren café, té o alguna infusión?
—Yo no —respondió Alex—, necesito un buen descanso y creo que me voy a acostar ya.
—Eso haré yo también —dijo Luisa— ha sido un día muy intenso.
—Sí, creo que lo ha sido para los cuatro, pero yo si que me lo tomaré, ¿me acompañas? —pregunté a Andrea.
—Sí, señor; pero antes tengo que fregar.
—Me imagino —sonreí— mientras terminas voy a llevar a mi prima a su habitación. Lo quiero solo, largo y bien cargadito, ¿eh?
—Como diga el señor.
—Andrea, llámame Jorge, eres casi de la familia —le dije compasivo—. Venga Luisa, vamos a dormir.
—Hasta mañana Andrea, hasta mañana Alex.
—Hasta mañana Luisa.
—Hasta mañana, mamá.

Regresé al cuarto de hora, Alex ya no estaba y Andrea estaba terminando de secar los platos con el paño, el café humeaba un intenso aroma cuando me senté; añadí un par de cucharillas de azúcar.
—¿No vas a tomar café?
—Nunca lo tomo de noche, si lo hago no duermo.
—A mí me sucede al contrario, casi lo necesito para dormir más a gusto… ¡Ja, ja, ja, ja!
Ella me miró amigablemente mas en sus ojos pude ver un halo de sufrimiento.
—¿Qué te preocupa?
—Es Rosa, el haberla mencionado me ha traído tantos recuerdos.
—Todos pensamos en ella.
—¿Cree que le estará yendo bien en el monasterio?
—Seguro, es una mujer muy decidida.
—Sí, pero también ama a Alex, y no estoy segura de a quién ama más.
—Eso, Andrea, es algo que solo atañe a ella, y solo ella deberá comprender y decidir; para eso, si no me equivoco, inició el noviciado.
—Lo sé, pero me preocupa, es tan riguroso el camino que ha emprendido.
—Eres muy buena amiga y muy sensible, pero no te preocupes, siempre ha sabido cuidar de sí misma y sé que ahora no será menor su empeño, es de las que cueste lo que cueste termina lo que empieza.
—Sí, pero quizás le cueste demasiado.
—Ahora está en manos de Dios. Si crees en ella, ten fe.
Ella guardó silencio mientras yo le daba los últimos sorbos al café, luego me despedí —Gracias por hablar conmigo, Jorge, lo necesitaba— dijo.

Acercándome le di un beso de buenas noches en la mejilla, después marché por el pasillo hasta mi habitación y cerré la puerta despacio. Acostado ya en la cama  empecé a dar vueltas y más vueltas hasta que por fin el cansancio y el sueño me dejaron vencido.





















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