SEGUNDA PARTE
XX
Las reformas estaban ya casi concluidas al mes
de llegar Luisa; Andrea y Alex estaban siempre a su lado ayudándola en todo
momento pese a que ella trataba de valerse por sí en casi todo. Era como si el
accidente sufrido hubiera despertado aún más su orgullo y determinació; también
advertí que algo de ese espíritu se contagió a Alex, que rebosaba de vitalidad
con renovadas ilusiones y había comenzado de nuevo a leer ávidamente en la
librería de los vientos cada noche, a
veces conmigo, otras solo, pero tal y como tantas veces le había visto.
Terminaron
de montar el ascensor en el hueco de la escalera aquella fresca mañana de
febrero y con cierta emoción y no pocas risas, como si de un juego de niños se
tratara, estuvimos toda la mañana probándolo arriba y abajo; funcionaba a la
perfección sin apenas hacer ruido. Después de divertirnos marchamos todos
alegres a comer en la cocina, Andrea había preparado un delicioso guiso de
bacalao con patatas ajo, cebolla, perejil y mucho pimentón.
—Está riquísimo —dijo Luisa mientras
se limpiaba los labios con una servilleta blanca de lino—, vas a tener que
darme la receta.
—Gracias señora, es muy sencilla, me
la enseñó a preparar mi abuela —comentó Andrea sonriendo—. Solo es necesario
algo de mimo, paciencia y fuego lento, así me decía ella.
—¿Qué tal si vamos luego hasta el
pueblo los cuatro? —preguntó Alex a las dos— quería informarme sobre las rutas
a las montañas azules y hoy tiene pinta de quedarse una tarde primaveral que
seguro te viene bien, mamá.
—De acuerdo, pero antes me tengo que
preparar —respondió Luisa—, no puedo salir con la cara lavada.
—Yo la ayudo —dijo Andrea—, así de
paso estrenamos la ducha.
—Yo me quedaré aquí, arreglando los pagos
que aún quedan —negué meneando la cabeza.
—¿Siempre serás tan soso? —me
preguntó Luisa visiblemente contrariada— Ya lo harás más tarde con Alex, ahora
venga y prepárate.
—Como quieras, le contesté; y
mientras Andrea terminaba de fregar los platos marché a vestirme.
Ilán había prosperado bastante y muy
bien, pero mantenía aún ese aspecto rústico de siempre que tanto me agradaba:
Las casas de piedra con dos plantas y sus tejados anaranjados a cuatro aguas,
cada una engalanada con sendos jardines; por delante cercados de frutales y
huertecitos en su fachada trasera. Alternaban de vez en cuando con algún que
otro edificio de ladrillo a cara vista o bien enlucidos de cemento blanco, como
el del ayuntamiento, el Centro Cívico, el
polideportivo, la estafeta de correos o el colegio de primaria. La mayoría de
los cuales habían sido financiados por la familia.
Dejamos el coche en el aparcamiento del Centro
y allí entramos a tomar un café y Julián comenzó a charlar animadamente en la
barra con el camarero.
—… Oye Joaquín, a todo esto, ¿tú sabes algo de
las montañas azules, no?
—Sólo que están allá arriba, nunca me he
acercado —respondió sin mucho interés—, pero Gaspar seguro que sabe.
—Gaspar era un joven de treinta y
pocos años, vestía vaqueros azules ajustados y una cazadora negra de cuero
llena de hebillas y tachuelas; el pelo rizoso y enmarañado hacían que su
aspecto fuera aún más sucio y desastrado si cabe. Se hallaba sentado en una
mesa, tomando un tercio de cerveza mientras leía atentamente el Marca con un
pitillo en la mano; después de oír su nombre alzó la vista y tomó la palabra. Tenía
una voz grave y bastante cascada.
—¿Qué querias saber? —preguntó.
—Estoy interesado en las rutas que
hay para acceder a ellas, bueno a una en concreto: El trono del diablo.
—¿Por qué quieres ir allí, Alex? —Le
preguntó Joaquín sin poder ocultar el temor en su rostro— Es
una peña extraña; según cuentan los que allí han estado por las noches, cuando
sopla el cierzo, se escuchan las voces de los muertos y estos aparecen a la luz
de la luna para llevarse a aquel desgraciado que ose mirarlos.
—Eso son historietas de ancianas para
asustar a los niños —se burló Gaspar— Yo mismo he estado en su ladera más de
una vez y nada oí, salvo el aullido de los vientos y los lobos; esos sí que
aúllan y esos sí son de temer y no los muertos que vete tú a saber dónde
estarán ya; al menos yo no elegiría esa montaña para vagar una vez me haya ido
de este mundo, hay lugares más bellos que visitar si eres un fantasma… ¡Ja, ja,
ja, ja, ja!
—¡Entonces sabes como llegar! —dijo Alex entusiasmado.
—Sí, pero no es una travesía fácil
precisamente. Es una montaña que no pone nada de su parte en ninguna época del
año, en invierno es inaccesible sin crampones, en primavera y otoño las
escorrentías son peligrosísimas y en verano el sol te aplasta contra la roca
hasta la extenuación…
—En cualquier caso necesito que me
diga cómo llegar por mí mismo.
—¡Ir solo allí es una locura! —exclamó
Gaspar—, pero si quiere firmar su sentencia de muerte, adelante.
—Bueno, podrías acompañarme hasta la
base y luego ya me encargaré yo del ascenso por la pared.
—Nadie lo ha hecho hasta ahora.
—Lo sé… eso es lo que me motiva; ser
el primero.
—Ser el primero en algo no es motivo
para perder la vida —replicó Gaspar—, yo mismo lo intenté un par de veces hasta
que desistí en la tercera. —Acercó la
mano izquierda al rostro de Alex, solo le quedaban dos dedos; pulgar e índice.
—Unos centímetros más y la roca
hubiese aplastado mi cráneo, cuestión de suerte; pero esa montaña siempre se
lleva algo de ti, este fue el precio de la primera tentativa.
—¿Y de la segunda? —preguntó Alex.
—Se llevó a mi hermano; solo pude recoger
su cadáver destrozado en el fondo del barranco a duras penas.
—Lo siento.
—Más lo siento yo, pero no te
preocupes… ¿Qué ibas a saberlo si ni me conoces? Anda Joaquín, ve y sírvenos
una copa que invito yo, a la salud de Benny, dondequiera que esté— concluyó con
los ojos humedecidos en el recuerdo.
El camarero abrió una botella de
Chivas y nos puso tres copas de balón, los tres bebimos y guardamos silencio un
momento, luego Gaspar tomó de nuevo la palabra.
—¿Entonces estás seguro? —le
preguntó— Claro que lo estoy —dijo Alex—. Nací para esto, no me cabe duda.
—Ya cabrá, ya...
—¿Qué quieres decir?
—Que acepto a ir contigo, pero una
vez estés ante esa torre ya verás que las preguntas y dudas nacerán dentro de
ti si no lo han hecho antes.
—Ya lo veremos entonces —le respondió
con decisión. Y con un apretón de manos tras intercambiarse los números de
teléfono firmaron el pacto. Salí de allí con Alex y nos fuimos en busca de
Luisa y Andrea, que habían ido a dar una vuelta por las calles de Ilán; las
encontramos en la plaza mayor cuando sonaba el reloj del ayuntamiento dando las
seis y media.
—¿Dónde andabais? —les preguntó
Alex.
—En la Farmacia y de compras. —dijo
Luisa--
Ya me imagino —le dije bromeando—, esa bolsa ya
me lo decía a mí.
—¿Y qué te decía? —preguntó ella, siguiendo con
la broma—. Además, a ti qué te importa, pesado; más que pesado… Anda y ven;
échame una mano con la silla que ya se me cansan los brazos. —Así lo hice y
después de estar un rato más por allí regresamos a la villa entre dos luces.
Cenamos una ensalada mixta y Alex subió conmigo
a la biblioteca, estuvimos hasta bien avanzada la noche echando cuentas y
ajustando los costes de la reforma. Cuando terminamos, él se levantó y se fue a
una estantería, allí abrió un cajón y sacó una carpeta.
—¿Qué es?
—Una serie de
cartas de los abuelos Inés y José María. Julián dijo que estaban relacionadas
con el trono del diablo, pero todavía no he podido averiguar nada al respecto; eso sí, me he enterado de los contactos que tenían.
—Interesante —le
dije bostezando— en otro momento las leeré, pero deja la llave en el cajón de
la derecha, donde las otras, si no te importa; es para no perder ninguna.
—¡Así que estaban
ahí! —dijo mientras se iluminaban sus ojos; yo asentí con la cabeza —tranquilo Jorge, ya me quedo aquí leyendo, ¡hasta
mañana!
—Hasta mañana
Alex.
Salí cerrando el
portón y me acosté tratando de dormir mientras pensaba en lo que podrían contener aquellas cartas.
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