lunes, 8 de diciembre de 2014

El descenso XX










SEGUNDA PARTE




XX





Las reformas estaban ya casi concluidas al mes de llegar Luisa; Andrea y Alex estaban siempre a su lado ayudándola en todo momento pese a que ella trataba de valerse por sí en casi todo. Era como si el accidente sufrido hubiera despertado aún más su orgullo y determinació; también advertí que algo de ese espíritu se contagió a Alex, que rebosaba de vitalidad con renovadas ilusiones y había comenzado de nuevo a leer ávidamente en la librería de  los vientos cada noche, a veces conmigo, otras solo, pero tal y como tantas veces le había visto.


            Terminaron de montar el ascensor en el hueco de la escalera aquella fresca mañana de febrero y con cierta emoción y no pocas risas, como si de un juego de niños se tratara, estuvimos toda la mañana probándolo arriba y abajo; funcionaba a la perfección sin apenas hacer ruido. Después de divertirnos marchamos todos alegres a comer en la cocina, Andrea había preparado un delicioso guiso de bacalao con patatas ajo, cebolla, perejil y mucho pimentón.

            —Está riquísimo —dijo Luisa mientras se limpiaba los labios con una servilleta blanca de lino—, vas a tener que darme la receta.

            —Gracias señora, es muy sencilla, me la enseñó a preparar mi abuela —comentó Andrea sonriendo—. Solo es necesario algo de mimo, paciencia y fuego lento, así me decía ella.

            —¿Qué tal si vamos luego hasta el pueblo los cuatro? —preguntó Alex a las dos— quería informarme sobre las rutas a las montañas azules y hoy tiene pinta de quedarse una tarde primaveral que seguro te viene bien, mamá.

            —De acuerdo, pero antes me tengo que preparar —respondió Luisa—, no puedo salir con la cara lavada.
            —Yo la ayudo —dijo Andrea—, así de paso estrenamos la ducha.
            —Yo me quedaré aquí, arreglando los pagos que aún quedan —negué meneando la cabeza.
            —¿Siempre serás tan soso? —me preguntó Luisa visiblemente contrariada— Ya lo harás más tarde con Alex, ahora venga y prepárate.
            —Como quieras, le contesté; y mientras Andrea terminaba de fregar los platos marché a vestirme.


            Ilán había prosperado bastante y muy bien, pero mantenía aún ese aspecto rústico de siempre que tanto me agradaba: Las casas de piedra con dos plantas y sus tejados anaranjados a cuatro aguas, cada una engalanada con sendos jardines; por delante cercados de frutales y huertecitos en su fachada trasera. Alternaban de vez en cuando con algún que otro edificio de ladrillo a cara vista o bien enlucidos de cemento blanco, como el del ayuntamiento, el  Centro Cívico, el polideportivo, la estafeta de correos o el colegio de primaria. La mayoría de los cuales habían sido financiados por la familia.

Dejamos el coche en el aparcamiento del Centro y allí entramos a tomar un café y Julián comenzó a charlar animadamente en la barra con el camarero.
—… Oye Joaquín, a todo esto, ¿tú sabes algo de las montañas azules, no?
—Sólo que están allá arriba, nunca me he acercado —respondió sin mucho interés—, pero Gaspar seguro que sabe.
            —Gaspar era un joven de treinta y pocos años, vestía vaqueros azules ajustados y una cazadora negra de cuero llena de hebillas y tachuelas; el pelo rizoso y enmarañado hacían que su aspecto fuera aún más sucio y desastrado si cabe. Se hallaba sentado en una mesa, tomando un tercio de cerveza mientras leía atentamente el Marca con un pitillo en la mano; después de oír su nombre alzó la vista y tomó la palabra. Tenía una voz grave y bastante cascada.

            —¿Qué querias saber? —preguntó.
            —Estoy interesado en las rutas que hay para acceder a ellas, bueno a una en concreto: El trono del diablo.
            —¿Por qué quieres ir allí, Alex? —Le preguntó  Joaquín  sin poder ocultar el temor en su rostro— Es una peña extraña; según cuentan los que allí han estado por las noches, cuando sopla el cierzo, se escuchan las voces de los muertos y estos aparecen a la luz de la luna para llevarse a aquel desgraciado que ose mirarlos.

            —Eso son historietas de ancianas para asustar a los niños —se burló Gaspar— Yo mismo he estado en su ladera más de una vez y nada oí, salvo el aullido de los vientos y los lobos; esos sí que aúllan y esos sí son de temer y no los muertos que vete tú a saber dónde estarán ya; al menos yo no elegiría esa montaña para vagar una vez me haya ido de este mundo, hay lugares más bellos que visitar si eres un fantasma… ¡Ja, ja, ja, ja, ja!
            —¡Entonces sabes como llegar!  —dijo Alex entusiasmado.
            —Sí, pero no es una travesía fácil precisamente. Es una montaña que no pone nada de su parte en ninguna época del año, en invierno es inaccesible sin crampones, en primavera y otoño las escorrentías son peligrosísimas y en verano el sol te aplasta contra la roca hasta la extenuación…

            —En cualquier caso necesito que me diga cómo llegar por mí mismo.
            —¡Ir solo allí es una locura! —exclamó Gaspar—, pero si quiere firmar su sentencia de muerte, adelante.
            —Bueno, podrías acompañarme hasta la base y luego ya me encargaré yo del ascenso por la pared.
            —Nadie lo ha hecho hasta ahora.
            —Lo sé… eso es lo que me motiva; ser el primero.
            —Ser el primero en algo no es motivo para perder la vida —replicó Gaspar—, yo mismo lo intenté un par de veces hasta que desistí en la tercera.  —Acercó la mano izquierda al rostro de Alex, solo le quedaban dos dedos; pulgar  e índice.

            —Unos centímetros más y la roca hubiese aplastado mi cráneo, cuestión de suerte; pero esa montaña siempre se lleva algo de ti, este fue el precio de la primera tentativa.

            —¿Y de la segunda? —preguntó Alex.
            —Se llevó a mi hermano; solo pude recoger su cadáver destrozado en el fondo del barranco a duras penas.
            —Lo siento.
            —Más lo siento yo, pero no te preocupes… ¿Qué ibas a saberlo si ni me conoces? Anda Joaquín, ve y sírvenos una copa que invito yo, a la salud de Benny, dondequiera que esté— concluyó con los ojos humedecidos en el recuerdo.


            El camarero abrió una botella de Chivas y nos puso tres copas de balón, los tres bebimos y guardamos silencio un momento, luego Gaspar tomó de nuevo la palabra.
            —¿Entonces estás seguro? —le preguntó— Claro que lo estoy —dijo Alex—. Nací para esto, no me cabe duda.
            —Ya cabrá, ya...
            —¿Qué quieres decir?
            —Que acepto a ir contigo, pero una vez estés ante esa torre ya verás que las preguntas y dudas nacerán dentro de ti si no lo han hecho antes.
            —Ya lo veremos entonces —le respondió con decisión. Y con un apretón de manos tras intercambiarse los números de teléfono firmaron el pacto. Salí de allí con Alex y nos fuimos en busca de Luisa y Andrea, que habían ido a dar una vuelta por las calles de Ilán; las encontramos en la plaza mayor cuando sonaba el reloj del ayuntamiento dando las seis y media.
            —¿Dónde andabais? —les preguntó Alex.
            —En la Farmacia y de compras. —dijo Luisa--
Ya me imagino —le dije bromeando—, esa bolsa ya me lo decía a mí.
—¿Y qué te decía? —preguntó ella, siguiendo con la broma—. Además, a ti qué te importa, pesado; más que pesado… Anda y ven; échame una mano con la silla que ya se me cansan los brazos. —Así lo hice y después de estar un rato más por allí regresamos a la villa entre dos luces.

Cenamos una ensalada mixta y Alex subió conmigo a la biblioteca, estuvimos hasta bien avanzada la noche echando cuentas y ajustando los costes de la reforma. Cuando terminamos, él se levantó y se fue a una estantería, allí abrió un cajón y sacó una carpeta.
—¿Qué es?
—Una serie de cartas de los abuelos Inés y José María. Julián dijo que estaban relacionadas con el trono del diablo, pero todavía no he podido averiguar nada al respecto; eso sí, me he enterado de los contactos que tenían.

—Interesante —le dije bostezando— en otro momento las leeré, pero deja la llave en el cajón de la derecha, donde las otras, si no te importa; es para no perder ninguna.
—¡Así que estaban ahí! —dijo mientras se iluminaban sus ojos; yo asentí con la cabeza —tranquilo  Jorge, ya me quedo aquí leyendo, ¡hasta mañana!
—Hasta mañana Alex.



Salí cerrando el portón y me acosté tratando de dormir mientras pensaba en lo que podrían contener aquellas cartas.























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