jueves, 4 de diciembre de 2014

El descenso XIX














XIX





            Alex llegó la tarde de reyes mientras Luisa y yo charlábamos animadamente, traía en las manos una voluminosa caja envuelta con papel de regalo, después de darle la mano y una palmadita en el hombro se sentó al lado de su madre. Ella le beso y se fundieron en un larguísimo abrazo.


            —¡Qué pronto llegaste! —le dijo— No tenía ganas de quedarme por más tiempo en aquel cerro desolado —respondió Alex. Le miré a los ojos; era como si una sombra inadvertida nublase su mirada.


            —Pero si es una ciudad preciosa, con esa catedral enorme y el palacio episcopal al lado como un castillo de cuento de hadas, y la muralla romana rodeándolo todo…


            —Hacía un frío terrible como para andar de turismo pero mira, mira —dijo mientras le entregaba la caja—, es un regalo de Alicia; dijo que te haría ilusión volver a tenerlo —Ella se quedó pensando por un momento y luego una sonrisa iluminó su rostro— ¡Ya sé qué es! Trae, trae…


            Rompió el envoltorio y extrajo un mantón de Manila con filigranas de oro, sus ojos brillaron con una mezcla de alegría y sorpresa. 




            —Está impecable, como si no hubiera pasado el tiempo por él… ¿Sabes de quién fue? —Preguntó a Alex, este negó con la cabeza— De tu abuela Marta, claro ¡qué te vas a acordar si tenías cinco años cuando se marchó!, anda que estoy tonta.


            —No estas tonta, madre, estás feliz y yo feliz de verte otra vez.


            —¿Cómo entró Rosi al convento? —Por la puerta; dije yo con una carcajada— ¡Calla idiota!, a ti no te pregunto —replico entre risas— ¿La viste contenta?


            —Más que yo sí —dijo Alex, y la sombra cruzó de nuevo—. Seguro que se adapta pronto a ese estilo de vida, siempre fue muy devota de la Virgen.


            —Seguro que sí —respondió él—Pero pruébatelo, quiero ver cómo te ves con mantón.—Ella ni corta ni perezosa se lo puso en un abrir y cerrar de ojos sobre el batín; era algo surrealista verla vestida así en una habitación de hospital, pero también era su regalo y no iba a contrariarla así que dejé que estuviera un rato con él puesto hasta que me dijo que le ayudase a quitárselo —Me da mucho calor —dijo. Y así lo hice. En ello estaba cuando se presentó Julián con los muchachos y con una sensación agridulce impregnando el momento se despidieron de nosotros. Mientras salíamos Julián se acercó 

           —Si hay algún problema que no sepáis cómo solucionar llámadme aquí—. Sacando dos tarjetas del bolsillo de la chaqueta nos entregó una a cada uno. y con un último abrazo nos marchamos de allí. Nunca lo volvimos a ver.








FIN DE LA PRIMERA PARTE






















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