jueves, 4 de diciembre de 2014

El descenso XVIII









XVIII





            La gran villa parecía un vago fantasma desierto y helado bajo la ventisca. Los enormes copos volaban raudos sobre el parabrisas cuando advertí una tenue y cálida luz en el vestíbulo; dejé mi BX enfrente y bajé corriendo; la puerta estaba abierta. El frío me había dejado entumecido así que paré un momento en el recibidor a frotarme las manos, tratando de entrar en calor; no llevaba ni cinco minutos allí cuando apareció Andrea.

            —Bienvenido Jorge —me dijo—Ya tienes hecha la habitación y adentro te espera un café de puchero bien caliente.

            —Perfecto, nada como un café para dormir —sonreí—, menos mal que tengo cosas que hacer.

            —Lo sé, Julián me puso al corriente de todo.
            —Entonces no perdamos más tiempo aquí.

            La cocina de carbón ardía a buena temperatura dándole una calidez y un sabor especialmente densos. Andrea se sentó enfrente de mí y después de mirarme a los ojos sin pestañear se vino abajo y comenzó a llorar desconsolada.

            —¿Por qué Luisa?, si es un ángel; siempre lo ha sido conmigo —No supe qué contestar; sujeté sus manos con las mías y ella continuó—. Si no fuera por ella, ahora estaría sirviendo como una esclava en casa de mi madre… Y solo con cuarenta y cinco; ¿qué vida le espera a partir de ahora?

            —Tranquila, Andrea; mi prima es más dura que una roca, sabrá reponerse y sobrellevarlo con la dignidad de siempre; hoy mismo bromeó conmigo. Alcé mi mano derecha y enjugué las lágrimas que resbalaban por su mejilla; ella se retiró pudorosa y, tanteando un momento la bata, sacó una bolsa de pañuelos de papel que tenía en el bolsillo y se recompuso como pudo.

            —¿Andrés y Martín están acostados?

            —Hace ya dos horas —dijo algo congestionada aún— Estuvieron viendo una película en el salón y se quedaron dormidos, así que los desperté y juntos  subimos. Están en la habitación de Rosa; no quise que salieran al patio, hace demasiado frío.

            —Ve tú también, estás muy cansada; si me necesitas para lo que sea estaré en la biblioteca, solo tienes que llamar a la puerta.

            —Buenas noches Jorge.

            —Hasta mañana Andrea, que descanses. 
            Ella salió de la cocina y yo me quedé terminando el café, después de apagar las luces del piso inferior subí por la escalera de mármol hasta el pasillo principal de la tercera planta para empezar desde allí una ronda nocturna por esa casa que hacía ya doce años que no pisaba. Las paredes habían sido pintadas de blanco hacía poco y la araña que presidía el techo del descansillo brillaba como si estuviera hecha de diamantes Un tapiz gigante con un león de sangre sobre fondo de gualda y campo de azur ocupaba gran parte del pasillo; al otro lado según caminaba cuatro puertas de nogal me flanqueaban el paso, trate de abrirlas pero todas se hallaban cerradas con llave. Eran los viejos salones de los primeros condes de Ilán según me había dicho mi prima la primera vez que la vi y siempre sentí curiosidad acerca de por qué estaba prohibido el paso a ellas —No se puede —me decía—, nos castigarán si entramos—. Incluso llegué a soñar con ello más de una vez, locuras de guerreros y espadas y todo tipo de fantasías caballerescas. Es curioso cuánto  puede despertar la imaginación aquello que desconocemos y cuánto nos atrae lo prohibido cuando somos jóvenes y no tan jóvenes, como yo en ese momento.

            Bajé hasta la segunda y caminé con cuidado sabiendo que los niños dormían allí, el tablado y mis botas no ayudaban precisamente, pero no se oyó ningún ruido tras haber cruzado por delante de la puerta, seguí unos metros y el pasillo giró estrechándose hasta ser poco más que el marco del portón de roble de la biblioteca. Giré el pomo y como si no pesara más que una hoja de papel se abrió completamente. Cerré tras de mí y fui hasta la mesa; un montón de carpetas y folios se extendían a lo largo y ancho y en el atril más cercano comencé a leer una nota que parecía haber sido colocada a propósito para mí por Julián, pues era su letra; decía:

           
            “Esto debe quedar entre tú y yo: Me estoy muriendo y voy a reunirme con Elisa, dejaré a ella a cargo de mis hijos en Londres y a ti te doy plenos poderes sobre todo nuestro legado hasta que puedas confiar en Alex. No digas nada a nadie y una vez lo hayas leído destrúyelo.”


            Aquello me dejó seco, pero debía obedecerle, así que saqué el encendedor del bolsillo del pantalón y lo reduje a cenizas; después estuve leyendo todo hasta bien entrada la madrugada Nada se oyó durante toda la noche salvo el aullido del viento y mi respiración cada vez más lenta hasta que se hizo el silencio.

            Martín me despertó a la mañana con un manotazo en el costado.
            —¡Jorge!, ¡Jorge! ¡A desayunar!
            —¡Condenado niño!... ¡ahora voy!, espera que me reponga del susto.
            —Ya son las nueve, papá llamó a ver dónde estabas.
            —Traté de peinarme con los dedos mientras iba recogiendo las escrituras y todo lo demás. Bajé como un rayo hasta la cocina y, mientras Andrea  preparaba un tazón de café con leche, me di una ducha rápida en el cuarto de baño del servicio. Comí un par de magdalenas y a toda velocidad conduje de nuevo en dirección al provincial. Allí me esperaba Julián con una cara que era un poema.

            —¿Será esta la costumbre? —Fue su recibimiento. Yo le miré desolado y pareció entenderme, pues su gesto cambió por completo.
            —Venga Jorge, ya he tenido bastante hospital por hoy —dijo mientras se abrazaba a mí, para luego susurrar—. No digas nada, ¿entendido?

            —Ni una palabra, primo —respondí—. El se marchó dándome un golpecito en el hombro y allí quedé con Luisa todavía dormida y un maremágnum de preguntas que sabía nadie iba a responder. Bajé a la entrada y compré un ejemplar de La Nueva España para pasar el rato y no pensar en ello  hasta que despertara.


















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