miércoles, 3 de diciembre de 2014

El descenso XVII













XVII






Una llamada me despertó a las seis de la mañana, tanteé la pared hasta dar con el interruptor, al encender la luz sentí una punzada atravesándome los ojos y, sentado sobre el colchón en un intento por despejar la resaca, descolgué el teléfono.

—¿Diga?
—¿Jorge?
—Sí, ¿y usted?
—Soy Julián, Julián Vázquez, ¿te acuerdas de mí?
—Claro, ¿qué quieres a estas horas?
—Se trata de mi hermana, estoy ahora mismo con ella en el hospital provincial, ¿podrías venir?, te necesito.
Por supuesto, pero ¿qué pasó?
Ya te explicaré cuando llegues; estamos en la habitación 461.

            Me vestí como pude y tras un café cargado y un ibuprofeno salí a toda prisa de casa. El coche tenía una capa de hielo bastante espesa y dura, tras rascar un buen rato arranqué y en media hora ya había llegado a Oviedo. Encontrar aparcamiento no fue precisamente fácil pero al fin lo logré a escasos cien metros de la entrada principal del hospital.

            Pareciera que todo el mundo se hubiera agarrado el pedal del siglo esa nochevieja, pues el pasillo de urgencias, a la derecha, era un hervidero de gente, algunos con el gorrito del cotillón estaban durmiéndola sentados en el suelo vestidos de gala y por un momento me sentí reflejado en lo ausente y patético de su aspecto, qué de barbaridades se cometen cuando uno es joven.

            Llegué a la habitación subiendo por las escaleras y nada más entrar  Julián me recibió con su penetrante mirada, estaba sentado en un sillón a la vera de la cama; su aspecto estaba bastante demacrado, como si hiciese una semana que no dormía: la barba sin recortar, el pelo grasiento y la camisa llena de arrugas no eran sino signos de lo inesperado y grave del accidente de Luisa. Ella, desvanecida, mostraba mejor aspecto; al menos su rostro seguía con el mismo rictus sereno de siempre y el cabello castaño ondulaba sobre la almohada con ese brillo cálido con que conociera a mi prima veintiséis años atrás. Julián se acercó y sentí en aquel abrazo todo su dolor, después comenzó a contarme lo sucedido y tras ponerme al día de todo, convenimos en turnarnos mientras llegaba Alex y echarle ambos ojos y las manos que hicieran falta a los dos hasta que regresase de Inglaterra.

            Necesitas descansar, yo quedaré con ella, no te preocupes; además Martín y Andrés seguro que están trasteando por la villa en tu ausencia, seguro que verlos y jugar con ellos en la nieve te viene bien.

            Mis palabras lo calmaron un poco y con otro abrazo de despedida se marchó con su acostumbrada cojera. Había caído de pequeño de una yegua salvaje, tratando de domarla, y se había destrozado la rodilla, nunca pudo recuperar toda la movilidad de la pierna izquierda y ser “el cojo de la clase” lo había convertido en un hombre precavido y un tanto taciturno pero, eso sí, con aquello que le importaba se volcaba hasta el final; no en vano era un Ilán de los pies a la cabeza y orgulloso de su regia ascendencia.

            Esa tarde Luisa despertó por dos veces, la primera no advirtió mi presencia y volvió a dormirse a los pocos minutos; la segunda, en cambio, se me quedó mirando con una sonrisa que dejaba entrever sus blancos dientes.
            —¡Jorge! —exclamó— ¡Cuánto tiempo, mi neno! Ya ves, aquí estoy, postrada y sin esperanzas de volver a caminar, según me han asegurado; pero no saben cómo se las gasta esta loca… Ya verás qué cara se les queda a estos cuando empiece a caminar, ya...
            —No quiero que te desilusiones, prima —le respondí con seriedad—, pero por lo que sé es prácticamente imposible.
            —No hay nada imposible hasta que se demuestre lo contrario —replicó tajante. Yo guardé silencio y ella, comprendiendo, cambió de tema al instante.
            —Ya sabes lo de Rosa, ¿no?
            —Sí, ya me lo dijo Julián esta mañana, me sorprende que al final tomase la decisión de abandonarlo todo por la fe.
            —Eso es porque nunca has creído en nada, no como ella… Jamás lo entenderías.
            —Qué bien me conoces —sonreí—, siempre he sido un nihilista recalcitrante; y sigo siéndolo, que conste. Hasta que no tenga pruebas irrefutables de algo que se escapa a todo razonamiento, nada me hará cambiar de opinión.
            —Arderás en el infierno.
            —No me asusta el fuego, hace tiempo que el hombre evolucionó gracias a su dominio sobre el mismo.
            —¿Crees en el ser humano entonces?
            —¿En el hombre y su bondad?, cada vez menos.
            —Me exasperas Jorge, no veo esperanza alguna en ti.
            —La esperanza es para el que busca algo que no puede encontrar, yo busco sobre todo aquello que me rodea, así no necesito esperar nada; ya tengo todo delante de mí, el mundo es el mantel y la vida el plato que se me ofrece cada día.
            —¿Y cuando ya no haya nada en el plato?
            —Dejaré mi asiento para que otro siga el festín en mi nombre.
            —Lo dicho, me exasperas el ánimo; pero me gusta la claridad de miras que tienes.
            —A mí también —dije entre risas. Ella  rió conmigo un buen rato hasta que el sueño otra vez se hizo con ella. A las once Julián entró por la puerta.
            —Quiero que vayas a Ilán esta noche y repases todo lo que he dejado sobre la mesa de la librería.

            —Así lo haré primo, le dije; y dándole un beso a Luisa, salí del hospital.
















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