XXVII
Amada Inés,
la tragedia está sobre nosotros. Ignoro
si esta podrá llegar a ti pero de todas formas escribo por dejar así constancia
de lo grave de nuestra situación. Hace una semana emprendimos la marcha;
estábamos a un paso del collado haciendo noche cuando uno de los mineros llegó
al campamento.
—Señor
Conde, el ejército ha tomado Ilán y arrestado a todo sospechoso de huelguista,
los tienen en la villa de usted.
—¿Cómo que
en la villa?
—Sí, señor;
entraron ayer a las diez de la mañana en la casa eran unos doscientos entre
artilleros e infantería.
—¡Pero están
locos!
—Lo peor señor
Conde es que según me han dicho su esposa, doña Inés, estaba allí cuando
tiraron abajo la valla y la tienen retenida.
—¡Eso es
imposible, seguía en Madrid!
—Regresó
hace cuatro días.
—Seré mejor
que vayamos —dijo Pedrín.
—Imposible —negó
aquel hombre. Su rostro dejaba entrever que había sufrido lo indecible hasta
dar con nosotros—, los están buscando por todo el valle.
—¿Crees que
me importa ser arrestado?, prefiero eso a que la torturen sacarle información.
—Usted verá
lo que hace —me dijo dubitativo. Un disparo se oyó, detrás de una mata enorme
de retama salieron dos soldados, habían alcanzado a Pedrín en la nuca; la
frente le había reventado esparciendo sus sesos sobre el rostro del minero.
Cayó a mis pies me agaché tratando de incorporarlo pero entonces uno de ellos
me dio un culatazo en la boca tirándome al suelo.
—Vamos,
señor Conde, le están esperando —dijo con desprecio mientras se reía orgulloso
ante los otros cuatro—, no sabe lo que deseaba este momento; tener a mis pies a
todo un conde de Ilán.
—Esto le
costará caro —le dije. El me miró sin inmutarse. Un hilo de sangre salía de mi
boca y el dolor se hacía insoportable, pero era mayor por ver muerto a Pedrín
que por el golpe. Me incorporé como pude y el teniente nos ató las manos por la
espalda.
—¡Adelante! —ordenó.
Y dándonos un empujón comenzamos a caminar a trompicones detrás de la patrulla
para internarnos cada vez más en el bosque.
No tardé ni
media hora en darme cuenta que se habían perdido. A cada cruce se quedaban un
rato pensando, murmurando entre ellos para luego decidirse por dónde continuar.
Luego de dar tres o cuatro vueltas a la misma colina comprendieron que no podrían
avanzar más aquel día. Llovía y la tarde estaba en sus últimos coletazos. Nos
dejaron sobre la base de un castaño gigante y se pusieron a buscar un refugio
para encender el fuego Una hora más tarde regresaron, llevándonos a una cueva
que estaba a unos quinientos metros, ya tenían la hoguera a la entrada y una
vez allí fuimos conducidos hasta el fondo de la misma mientras ellos trataban
de entrar en calor bebiendo de una bota mientras se asaba una liebre que tenían
ensartada a una rama sobre la lumbre. La humedad y el frío me traspasaban los
huesos y tiritaba como hacía años que no lo hacía, tantos que ya no recordaba
aquella sensación pero de todos modos traté de mover las muñecas. Fue
imposible, estaban firmemente sujetas por la cuerda. Giré la vista y noté que aquel
minero me miraba fijamente, con un gesto me indicó que me acercara, así lo
hice.
—Introduzca
sus manos bajo mi pantalón, encontrará una navaja —susurró— Yo vigilo que no
miren. —Me acerqué a él y comencé a tantear en su bajo vientre hasta que la
hallé y tras retirar despacio mis manos la abrí.
—No puede
cortar las suyas, corte las mías y cuando me liberé haré lo mismo con usted, pero esperemos un
rato hasta que se hayan dormido. —Así lo hicimos y no tardaron mucho en caer
rendidos, ni siquiera el que hacía la primera guardia pudo soportar el sueño y
tras un par de horas quedamos libres. Le devolví la navaja y sin inmutarse ni
hacer el más mínimo ruido fue hasta el
más cercano a nosotros degollándolo, le quitó el mauser y vació el peine disparando
a bocajarro sobre el resto de la patrulla. Luego se volvió hacia mí.
—Todo
despejado —dijo mirando en la oscuridad mientras me acercaba asustado a la
hoguera y contemplaba los rostros desencajados y muecas de sorpresa de aquellos
rudos militares, el teniente tenía los ojos abiertos— Tenemos que irnos rápido,
antes de que nos encuentren; coja la munición y un par de fusiles y vámonos al
monte. Allí estaremos a salvo, conozco bien la zona.
—Te dije que
lo pagarías —pensé ante aquel cadáver mientras cerraba sus ojos y le quitaba
todas las balas que llevaba encima junto con un par de cantimploras y la bota
que colgaba de su pecho. Tras calentarnos los miembros un instante al rescoldo
de la hoguera salimos de la cueva y nos pusimos en camino a la luz de la luna,
único testigo de nuestra sangrienta huida.
Llegamos a la
braña con las primeras luces del día, la nieve cubría las puertas de las
cabañas de piedra, lo que nos llevó un par de horas retirarla toda y entrar en
una de la que sobresalía una rudimentaria chimenea. Una vez en el interior dejé
las armas en el suelo y me senté sobre un banco hecho con sillarejos de los que,
supongo, les sobraron de construirla. el minero se sentó a mi lado. Era más
alto y fornido que yo; de tez morena y pelo castaño y tenía una horrible cicatriz
bajo el ojo derecho que le recorría toda la mejilla.
—Todavía no
sé cómo te llamas; ayer entre las noticias que me trajiste y la emboscada se me
olvidó preguntar tu nombre.
—Mi nombre
es Ismael, nací en Ilán y soy hijo de pastores, señor.
—Llámame
José María, creo que de señor ya no me queda nada después de que se enteren de
lo sucedido anoche.
—Era
necesario, José María, piénselo así. Usted sigue siendo el señor de Ilán, haya
pasado lo que haya pasado.
—No creo que
arrancar una vida sea algo necesario a no ser que en ello vaya la tuya. Es más,
ya me había entregado a mi destino fuera cual fuese, ahora no sé lo que se hará
de nosotros.
—Ahora somos
asesinos y estamos juntos en esto —dijo impasible. Yo me estremecí ante su
mirada fría como el mármol del cementerio. En silencio se levantó a por un poco
de paja y algunas ramas de las muchas que había amontonadas a lo largo de la
pared e hizo fuego bajo la chimenea con un pedernal, luego volvió a sentarse y
encendió un cigarro—. En el invernal de al lado tengo madurando el queso, luego
traeré un par de ruedas. Vigile por el boquerón si viene alguien —dicho lo
cual, y apoyándose en mi hombro, se puso de nuevo en pie y a grandes pasos traspasó
el umbral de la choza cerrando tras de sí violentamente; dejándome allí, solo en mis pensamientos… ¿Por qué me buscan?
¿Por qué el ejército ha entrado en Ilán? ¿Acaso habrá estallado la revolución?...
Pero sobre todo bullían una y otra vez preguntas sobre ti: ¿Por qué has
regresado? ¿Estás bien, vida mía? ¿Qué será de ti ahora que soy un proscrito,
condenado a huir por montes y terrenos agrestes o a entregarme para que me
fusilen o den garrote?
Ismael
tardaba en llegar y yo estaba aterido de frío así que me acerqué a la chimenea,
apenas quedaban unas chispas; puse varias piñas para reavivarlo y sobre ellas
más ramas, pronto entré de nuevo en calor. Comprendí entonces con dolor que debió
de sufrir aquella familia, qué espantosa tortura morir así. Unos pasos me
pusieron en alerta, alguien se acercaba. Subí hasta el ventanuco y pude ver
tres siluetas sobre la nieve, uno era Ismael a los otros no los había visto en
mi vida, vestían abrigo y gorro de lana y unas botas de caña alta, entraron tras
él en la cabaña de al lado, yo me retiré y mi mirada se detuvo en la estancia.
En las tablas de la pared había multitud de enseres posados; las tijeras
esquiladoras me llamaron especialmente la atención, no por su forma sino por la
cantidad, debía de haber no menos de veinte; al lado del hogar vi cuatro sillas
de anea con las excesivamente bajas, traté de sentarme pero desistí, eran
demasiado incómodas como estar mucho tiempo en cuclillas, pero… ¿Qué utilidad podrían tener?
Pensaba en ello
cuando de pronto la puerta comenzó a rechinar, Ismael entró con sus compañeros,
cada uno llevaba cuatro quesos, se acercaron a mí sin saludar y los posaron
sobre un estante. Me quedé mirándolos; uno debía doblar la edad del otro,
anchos de espalda pero delgados, o debería decir malnutridos, y de mediana
estatura; la piel más blanca que la nieve de afuera y las mejillas enrojecidas
por el frío.
—Estos son
Ezequiel y Donato, mi hermano pequeño y mi cuñado —dijo Ismael—, les he dicho
todo y quieren unirse a nosotros.
—Gracias,
pero creo que no será necesario.
—¿Pero cómo
que no? —gritó Donato—, cuatro ojos ven más que dos. Además a nosotros también
nos están buscando —Eso me intranquilizó, cada vez me resultaba más sospechoso
todo aquello.
¿Por qué os
buscan? —pregunté.
—Por robar
ganado —confesó Ezequiel—, pero yo no hice nada.
—Ni yo
tampoco, no te digo el niñato este —rió a carcajadas Donato dejando ver una
dentadura podrida a la que le faltaban todos los incisivos—. Claro que lo
hiciste, de no haberlo hecho no te hubieras echado al monte sino que estarías
todavía prendido de los faldones de tu madre aprendiendo a leer como era tu
ilusión.
—Bueno,
bueno, como queráis —transigí dándoles un apretón de mano a cada uno—. Entonces
Ismael, ¿cuál es el plan, quedarnos aquí esperando?
—No es buena
idea —respondió—, este es un lugar de paso. Hay una braña un poco más oculta,
allá arriba, pegada a la cresta sur del trono del diablo.
—Precisamente
iba en esa dirección cuando me encontraste.
—Lo sé,
Pedrín me lo había advertido. El plan es este: Mañana pasaremos el collado y en
un par de días más llegaremos. Ezequiel irá ahora de avanzadilla a escudriñar el
terreno, por si han descubierto a la patrulla, nosotros haremos noche aquí hoy.
—¿Y después?
—pregunté.
—Esperar,
vigilar y rezar para que no nos encuentren.
—No suena
muy alentador— Pensaba, y sigo pensando…
Ismael cortó
el queso y nos entregó una nimia porción para cada uno. Quizás fuera el hambre
o yo que sé, el caso es que me supo a gloria.
—¿Tú sabes
por qué está el ejército en mi casa?
—Dicen que
están para controlar y sofocar la huelga, que son órdenes de Estado —respondió
Ismael, yo no me contuve— ¡El maldito Eduardo Dato!... Ya me lo advirtió mi
esposa, que era capaz de eso. En mala hora el Rey Alfonso lo nombró.
—En mala
hora nació un Rey, cualquiera —dijo Donato.
—Solo hay uno que naciera en buena —apostilló Ezequiel.
Yo guardé silencio,
rumiando mi pesar en la soledad en que me veía, acompañado por aquel trío de
pastores, tan lejos de mi hogar como de ti, Inés. ¿Dónde estarás ahora, amor
mío, y dónde estaré yo sin ti?
Donde quiera
que estemos o vayamos, errantes seres por el mundo buscando aquello que nos dé
la vida solo lo hallaremos en Él y en este amor que nos ha dado, tan tuyo y
mío, tan nuestro y tan inmenso que por siempre seguirá flamante, llenando los
vacíos y las noches con su luz; implementando por el tiempo, derruyendo los
montes, elevando las espumosas canas del mar y llegando, al fin, al mayor de
los presentes en un futuro que nadie alcanza a divisar, pues lo que ha de
perdurar del hombre no son sus hazañas o sus obras, pues ya pasadas morirán en
él bajo el viento del olvido, sino el fruto del amor que deja tras de sí a
fuerza de sentir.
Con un beso esperando
llegue alguna vez a tu amada piel de seda sello esta.
Jose
María de Ilán y López Castro