miércoles, 17 de diciembre de 2014

El descenso XVII













XXVII






Amada Inés, la tragedia está  sobre nosotros. Ignoro si esta podrá llegar a ti pero de todas formas escribo por dejar así constancia de lo grave de nuestra situación. Hace una semana emprendimos la marcha; estábamos a un paso del collado haciendo noche cuando uno de los mineros llegó al campamento.
—Señor Conde, el ejército ha tomado Ilán y arrestado a todo sospechoso de huelguista, los tienen en la villa de usted.
—¿Cómo que en la villa?
—Sí, señor; entraron ayer a las diez de la mañana en la casa eran unos doscientos entre artilleros e infantería.
—¡Pero están locos!
—Lo peor señor Conde es que según me han dicho su esposa, doña Inés, estaba allí cuando tiraron abajo la valla y la tienen retenida.
—¡Eso es imposible, seguía en Madrid!
—Regresó hace cuatro días.
—Seré mejor que vayamos —dijo Pedrín.
—Imposible —negó aquel hombre. Su rostro dejaba entrever que había sufrido lo indecible hasta dar con nosotros—, los están buscando por todo el valle.
—¿Crees que me importa ser arrestado?, prefiero eso a que la torturen  sacarle información.
—Usted verá lo que hace —me dijo dubitativo. Un disparo se oyó, detrás de una mata enorme de retama salieron dos soldados, habían alcanzado a Pedrín en la nuca; la frente le había reventado esparciendo sus sesos sobre el rostro del minero. Cayó a mis pies me agaché tratando de incorporarlo pero entonces uno de ellos me dio un culatazo en la boca tirándome al suelo.
—Vamos, señor Conde, le están esperando —dijo con desprecio mientras se reía orgulloso ante los otros cuatro—, no sabe lo que deseaba este momento; tener a mis pies a todo un conde de Ilán.
—Esto le costará caro —le dije. El me miró sin inmutarse. Un hilo de sangre salía de mi boca y el dolor se hacía insoportable, pero era mayor por ver muerto a Pedrín que por el golpe. Me incorporé como pude y el teniente nos ató las manos por la espalda.
—¡Adelante! —ordenó. Y dándonos un empujón comenzamos a caminar a trompicones detrás de la patrulla para internarnos cada vez más en el bosque.
No tardé ni media hora en darme cuenta que se habían perdido. A cada cruce se quedaban un rato pensando, murmurando entre ellos para luego decidirse por dónde continuar. Luego de dar tres o cuatro vueltas a la misma colina comprendieron que no podrían avanzar más aquel día. Llovía y la tarde estaba en sus últimos coletazos. Nos dejaron sobre la base de un castaño gigante y se pusieron a buscar un refugio para encender el fuego Una hora más tarde regresaron, llevándonos a una cueva que estaba a unos quinientos metros, ya tenían la hoguera a la entrada y una vez allí fuimos conducidos hasta el fondo de la misma mientras ellos trataban de entrar en calor bebiendo de una bota mientras se asaba una liebre que tenían ensartada a una rama sobre la lumbre. La humedad y el frío me traspasaban los huesos y tiritaba como hacía años que no lo hacía, tantos que ya no recordaba aquella sensación pero de todos modos traté de mover las muñecas. Fue imposible, estaban firmemente sujetas por la cuerda. Giré la vista y noté que aquel minero me miraba fijamente, con un gesto me indicó que me acercara, así lo hice.
—Introduzca sus manos bajo mi pantalón, encontrará una navaja —susurró— Yo vigilo que no miren. —Me acerqué a él y comencé a tantear en su bajo vientre hasta que la hallé y tras retirar despacio mis manos la abrí.
—No puede cortar las suyas, corte las mías y cuando me liberé  haré lo mismo con usted, pero esperemos un rato hasta que se hayan dormido. —Así lo hicimos y no tardaron mucho en caer rendidos, ni siquiera el que hacía la primera guardia pudo soportar el sueño y tras un par de horas quedamos libres. Le devolví la navaja y sin inmutarse ni hacer el más mínimo ruido  fue hasta el más cercano a nosotros degollándolo, le quitó el mauser y vació el peine disparando a bocajarro sobre el resto de la patrulla. Luego se volvió hacia mí.
—Todo despejado —dijo mirando en la oscuridad mientras me acercaba asustado a la hoguera y contemplaba los rostros desencajados y muecas de sorpresa de aquellos rudos militares, el teniente tenía los ojos abiertos— Tenemos que irnos rápido, antes de que nos encuentren; coja la munición y un par de fusiles y vámonos al monte. Allí estaremos a salvo, conozco bien la zona.
—Te dije que lo pagarías —pensé ante aquel cadáver mientras cerraba sus ojos y le quitaba todas las balas que llevaba encima junto con un par de cantimploras y la bota que colgaba de su pecho. Tras calentarnos los miembros un instante al rescoldo de la hoguera salimos de la cueva y nos pusimos en camino a la luz de la luna, único testigo de nuestra sangrienta huida.
Llegamos a la braña con las primeras luces del día, la nieve cubría las puertas de las cabañas de piedra, lo que nos llevó un par de horas retirarla toda y entrar en una de la que sobresalía una rudimentaria chimenea. Una vez en el interior dejé las armas en el suelo y me senté sobre un banco hecho con sillarejos de los que, supongo, les sobraron de construirla. el minero se sentó a mi lado. Era más alto y fornido que yo; de tez morena y pelo castaño y tenía una horrible cicatriz bajo el ojo derecho que le recorría toda la mejilla.
—Todavía no sé cómo te llamas; ayer entre las noticias que me trajiste y la emboscada se me olvidó preguntar tu nombre.
—Mi nombre es Ismael, nací en Ilán y soy hijo de pastores, señor.
—Llámame José María, creo que de señor ya no me queda nada después de que se enteren de lo sucedido anoche.
—Era necesario, José María, piénselo así. Usted sigue siendo el señor de Ilán, haya pasado lo que haya pasado.
—No creo que arrancar una vida sea algo necesario a no ser que en ello vaya la tuya. Es más, ya me había entregado a mi destino fuera cual fuese, ahora no sé lo que se hará de nosotros.
—Ahora somos asesinos y estamos juntos en esto —dijo impasible. Yo me estremecí ante su mirada fría como el mármol del cementerio. En silencio se levantó a por un poco de paja y algunas ramas de las muchas que había amontonadas a lo largo de la pared e hizo fuego bajo la chimenea con un pedernal, luego volvió a sentarse y encendió un cigarro—. En el invernal de al lado tengo madurando el queso, luego traeré un par de ruedas. Vigile por el boquerón si viene alguien —dicho lo cual, y apoyándose en mi hombro, se puso de nuevo en pie y a grandes pasos traspasó el umbral de la choza cerrando tras de sí violentamente; dejándome  allí, solo en mis pensamientos… ¿Por qué me buscan? ¿Por qué el ejército ha entrado en Ilán? ¿Acaso habrá estallado la revolución?... Pero sobre todo bullían una y otra vez preguntas sobre ti: ¿Por qué has regresado? ¿Estás bien, vida mía? ¿Qué será de ti ahora que soy un proscrito, condenado a huir por montes y terrenos agrestes o a entregarme para que me fusilen o den garrote?
Ismael tardaba en llegar y yo estaba aterido de frío así que me acerqué a la chimenea, apenas quedaban unas chispas; puse varias piñas para reavivarlo y sobre ellas más ramas, pronto entré de nuevo en calor. Comprendí entonces con dolor que debió de sufrir aquella familia, qué espantosa tortura morir así. Unos pasos me pusieron en alerta, alguien se acercaba. Subí hasta el ventanuco y pude ver tres siluetas sobre la nieve, uno era Ismael a los otros no los había visto en mi vida, vestían abrigo y gorro de lana y unas botas de caña alta, entraron tras él en la cabaña de al lado, yo me retiré y mi mirada se detuvo en la estancia. En las tablas de la pared había multitud de enseres posados; las tijeras esquiladoras me llamaron especialmente la atención, no por su forma sino por la cantidad, debía de haber no menos de veinte; al lado del hogar vi cuatro sillas de anea con las excesivamente bajas, traté de sentarme pero desistí, eran demasiado incómodas como estar mucho tiempo en cuclillas, pero…  ¿Qué utilidad podrían tener?
Pensaba en ello cuando de pronto la puerta comenzó a rechinar, Ismael entró con sus compañeros, cada uno llevaba cuatro quesos, se acercaron a mí sin saludar y los posaron sobre un estante. Me quedé mirándolos; uno debía doblar la edad del otro, anchos de espalda pero delgados, o debería decir malnutridos, y de mediana estatura; la piel más blanca que la nieve de afuera y las mejillas enrojecidas por el frío.
—Estos son Ezequiel y Donato, mi hermano pequeño y mi cuñado —dijo Ismael—, les he dicho todo y quieren unirse a nosotros.
—Gracias, pero creo que no será necesario.
—¿Pero cómo que no? —gritó Donato—, cuatro ojos ven más que dos. Además a nosotros también nos están buscando —Eso me intranquilizó, cada vez me resultaba más sospechoso todo aquello.
¿Por qué os buscan? —pregunté.
—Por robar ganado —confesó Ezequiel—, pero yo no hice nada.
—Ni yo tampoco, no te digo el niñato este —rió a carcajadas Donato dejando ver una dentadura podrida a la que le faltaban todos los incisivos—. Claro que lo hiciste, de no haberlo hecho no te hubieras echado al monte sino que estarías todavía prendido de los faldones de tu madre aprendiendo a leer como era tu ilusión.
—Bueno, bueno, como queráis —transigí dándoles un apretón de mano a cada uno—. Entonces Ismael, ¿cuál es el plan, quedarnos aquí esperando?
—No es buena idea —respondió—, este es un lugar de paso. Hay una braña un poco más oculta, allá arriba, pegada a la cresta sur del trono del diablo.
—Precisamente iba en esa dirección cuando me encontraste.
—Lo sé, Pedrín me lo había advertido. El plan es este: Mañana pasaremos el collado y en un par de días más llegaremos. Ezequiel irá ahora de avanzadilla a escudriñar el terreno, por si han descubierto a la patrulla, nosotros haremos noche aquí hoy.
—¿Y después? —pregunté.
—Esperar, vigilar y rezar para que no nos encuentren.
—No suena muy alentador— Pensaba, y sigo pensando…
Ismael cortó el queso y nos entregó una nimia porción para cada uno. Quizás fuera el hambre o yo que sé, el caso es que me supo a gloria.
—¿Tú sabes por qué está el ejército en mi casa?
—Dicen que están para controlar y sofocar la huelga, que son órdenes de Estado —respondió Ismael, yo no me contuve— ¡El maldito Eduardo Dato!... Ya me lo advirtió mi esposa, que era capaz de eso. En mala hora el Rey Alfonso lo nombró.
—En mala hora nació un Rey, cualquiera —dijo Donato.
—Solo hay uno que naciera en  buena —apostilló Ezequiel. 
Yo guardé silencio, rumiando mi pesar en la soledad en que me veía, acompañado por aquel trío de pastores, tan lejos de mi hogar como de ti, Inés. ¿Dónde estarás ahora, amor mío, y dónde estaré yo sin ti?
Donde quiera que estemos o vayamos, errantes seres por el mundo buscando aquello que nos dé la vida solo lo hallaremos en Él y en este amor que nos ha dado, tan tuyo y mío, tan nuestro y tan inmenso que por siempre seguirá flamante, llenando los vacíos y las noches con su luz; implementando por el tiempo, derruyendo los montes, elevando las espumosas canas del mar y llegando, al fin, al mayor de los presentes en un futuro que nadie alcanza a divisar, pues lo que ha de perdurar del hombre no son sus hazañas o sus obras, pues ya pasadas morirán en él bajo el viento del olvido, sino el fruto del amor que deja tras de sí a fuerza de sentir.
Con un beso esperando llegue alguna vez a tu amada piel de seda sello esta.

                                              

                                     Jose María de Ilán y López Castro

































martes, 16 de diciembre de 2014

El descenso XXVI













XXVI








Llegamos a casa justo en el momento en que Luisa regresaba de su paseo con Andrea; Rocío estaba sacando sus cosas del maletero cuando las vio venir.
—¡Hola Rocío!, cuánto tiempo hermosa; ¿cómo estás?
--Buenas tardes Luisa, pues ya casi cinco años sin vernos, yo muy bien ¿y tú? —dijo mientras se acercaba a la silla a darle dos besos— te encuentro muy bien.
—He tenido días mejores —respondió con desánimo—, lo cierto es que me cuesta acostumbrarme a este ritmo tan lento de vida. Pero no hablemos de mí, que tiempo hay de sobra para eso… ¿Conoces a Andrea?
—No, encantada. —Sonrió e igualmente la besó en la mejilla, luego se dirigió de nuevo a mi prima— ¿es nueva, verdad? —Andrea tomó la palabra y dijo decidida:
—Llevo tres años y medio al servicio, y también estoy encantada de conocerte, Rocío.
—Seguro que nos llevamos muy bien, me gusta tu garbo —comentó sonriente. Yo seguía la conversación a la distancia con todos los bultos en el suelo —¿Qué, entramos en casa o nos quedamos a dormir aquí?—. Luisa me echó una mirada que me atravesó como una lanza.
—Óyeme bien, primito, a veces calladito estás mucho mejor. Contigo no hay quien disfrute del placer que supone una buena conversación.
—Yo os dejo que sigáis, es cosa vuestra; voy a ir metiendo las maletas.
—¿Y cómo es que te has decidido a venir?
—Quería cambiar de aires —mintió Rocío piadosamente.
—Ah, el aire de esta sierra seguro que te viene bien.
—Y también por ayudarte en lo que pueda, Luisa; todavía recuerdo lo buena que fuiste conmigo y es como una retribución por aquello, además de que me lo pide el corazón.
—¡Gracias! —dijo ella conmovida—, qué bueno que te acuerdes de una nimiedad como esa…
—Que te enfrentaras a mi suegra no fue una nimiedad, al menos para mí no; nunca te lo podré compensar pero haré lo que pueda por hacerte sentir mejor.
—Ya lo has hecho, Rocío; solo con tu palabra lo has logrado.
—Conmigo también —dejé caer. Luisa me miró con sorpresa.
—¿Qué quieres decir?
—Ha venido para quedarse a mi lado en Ilán.
—¡Pero eso es fantástico!, entremos, entremos ya… ¡Esto hay que celebrarlo!
—Deje que la ayude, señora —dijo Andrea— hoy ha hecho mucho brazo ya…
—¡Quita, quita! Me basto y me sobro para entrar en mi casa por propia mano, niña.
—Como quiera, pero luego no se me queje que le duele el codo.
—Me quejaré de lo que quiera —replicó tajante, luego bajó el tono— eso sí, tú puedes tomártelo como quieras ¡ja, ja, ja, ja! Hoy soy feliz, déjame disfrutar de este momento sin recordarme a qué estoy sujeta.
—Tiene razón, señora.
—Andrea, ¿tengo que repetirlo?
—No, Luisa.
—Eso está mucho mejor.
—No cambies nunca, prima —le dije enternecido, ella me miró y sus ojos chispearon.
—Eso no sucederá, y bien lo sabes, que soy turriona como todos los nuestros o puede que un poco más; donde digo A es A aunque sea B y de ahí a misa.
—Sí, como el abuelo Antonio —reí—, era todo un temperamento.
—Y un caballero de los de antes; cuando puedas lee todo lo suyo en la biblioteca ya verás que no tiene desperdicio.
—Así lo haré, pero vamos, vamos, ya lo dijiste hace unos minutos y aquí estamos todavía —guiñé.
—Insoportable, pesao, mameluco… —protestó— ¿Serás capaz de soportarlo?
—Sí, creo que podré aguantar su ironía—respondió Rocío mientras recogía su maleta—, se puede decir que crecí con ella.
—Así fue —dije al tiempo que la abracé frente a las dos y le di un profundo beso en la boca, ellas sonreían, nosotros también cuando separamos nuestros labios y las miramos observándonos embelesadas como si estuvieran viendo la escena final de una película romántica. Tentado estuve de sacar el pañuelo y todo, pero no quise romper la magia del momento así que despacio y en silencio fuimos entrando, dejando a Luisa que nos abriera paso mientras indicaba a Rocío cada una de las dependencias; yo, a lo mío, iba subiéndolo todo por el ascensor hasta la que sería, ya por siempre, nuestra habitación.
Alex volvió con Gaspar a eso de las ocho, todos estábamos charlando animadamente en el salón cuando entraron por la puerta. Rocío se quedó mirándolos, Gaspar no salía del asombro.
—Hola G... ¿Cómo estás?
—Bien, pero ¿qué haces aquí?
—¿Acaso importa?
—No, no, si lo digo porque me pilla por sorpresa…
—Pues he venido con Jorge. Ya lo entenderás, tiempo hay de hablarlo todo y más estando aquí, lejos de Marcelo… Y tú, Alex, ¿cómo estás?
—Muy bien Rocío —respondió—, hemos estado tanteando los inicios de la ruta, seguramente en un mes esté en condiciones para intentarlo.
—¡Qué bien! —dijo Andrea, mientras yo observaba cómo sus miradas se dirigían más hacia Gaspar que a Alex—, entonces ha sido una buena caminata, debéis estar cansados… ¿Os preparo algo?
—No Andrea, gracias —comentó Alex—, ya para lo que queda esperaremos a la cena.
—Yo sí que quería algo para saciar al gusanillo, una pieza de fruta si hay me iría bien—replicó Gaspar.
—Ahora te la traigo —dijo. Él negó con la cabeza.
—Mejor voy contigo —Ambos salieron juntos del salón y nosotros quedamos de tertulia.
—¿Cómo te fue el curso este año? —preguntó Rocío. Alex no ocultó su desinterés respondiendo a la gallega —¿No te lo han dicho?
—¿Decirme qué?
—Que lo ha dejado para ocuparse de mí —dijo Luisa molesta—, pero parece que tampoco tiene intención de hacerlo, cuando el alpinismo se le mete entre ceja y ceja no tiene tiempo más que para sí mismo.
—Lo siento, pero creo que ayudo en lo que puedo —murmuró— Anteayer sin ir más lejos fui yo quien te llevó a León.
—¡Sí, claro! —siguió con su clásico tono de reproche—,  pero ha sido la única esta semana, y fuiste porque tenías que comprar las cuerdas que si no otra vez tendría que haber ido con Andrea. Eso por no hablar del tiempo que pasas en la biblioteca.
—Ya me conoces, casi siempre he vivido más ahí que en otro sitio.
—Lo sé, pero podrías preocuparte un poco, desde que Julián se fue es Jorge quien se ha encargado de la casa.
—Así me dijo Julián que hiciera —intervine—, pero es cierto; sería de agradecer tu colaboración.
—O sea que estáis los dos contra mí…
—Nadie está en contra de nadie —Dijo Rocío con el ceño fruncido— Te están haciendo ver la realidad que debes afrontar.
—Puede que tengáis razón, pero prometo…
—¡Cuidado con lo que prometes! —le advertí— Un hombre se debe siempre a su palabra.
—… Prometo hacerme cargo de todo cuando regrese de la ascensión.
—De acuerdo —asintió Luisa—, pero antes trata de echar una mano, si no es a mí por lo menos a Jorge con los negocios.
—Prefiero estar contigo, los números nunca me gustaron.
—Tienen que gustarte, quieras o no —dije, tratando de zanjar el asunto— pero hagas lo que hagas, a tu vuelta espero no tener que recordarte esta conversación.
—No tengas cuidado, así se hará tío.
—Me agrada que me llames así —comenté sonriente, siempre me había llamado Jorge a secas o el primo Jorge por imitación de la usanza de Julián y Luisa. Lo primero lo acepto, es mi nombre al fin y al cabo; pero lo segundo es rotundamente falso del modo que lo quieras ver.
Andrea llegó radiante para decirnos que la cena ya estaba lista. Gaspar la seguía desde el pasillo con la mirada y Rocío esbozó una sonrisa —ya sé de qué fruta se trata—, me susurró suavemente —, ¿quieres una de postre esta noche? —Luego me mordió el lóbulo y con esa perla pendiente de mi oreja me incorporé del sofá; ella se apartó sorprendida y se echó a reír —vamos a cenar— le dije, y  rodeando su  cintura con mi brazo nos encaminamos a la cocina. A lo lejos podiamos ver a Luisa ya estaba entrando, Gaspar empujaba la silla sin apenas esfuerzo; ella se giró y lo mirándole le preguntó:
—¿Te quedarás a cenar?
—Sí, todavía tengo que hablar con él —dijo Alex.
—¡Perfecto!... Si quieres puedes dormir hoy aquí, hay habitaciones vacías de sobra que solo están criando polvo.
—No quisiera molestar, señora —se excusó Gaspar—
—No es ninguna molestia, neno. Ya te enseñarán tu habitación más tarde, ahora vamos, que se enfría la sopa y eso es pecado.
—Y tanto, como que es de marisco —dijo Andrea con picardía.
Nos sentamos en la mesa y mientras ella traía la olla marché hasta la bodega para escoger una botella, al final me decidí por un rosado de prieto picudo bastante fuerte de la comarca del Torío; subí la escalera y volví a sentarme entre Rocío y Alex. Fui sirviéndolo en las copas, la temperatura y el maridaje eran perfectos. Después de la sopa Andrea trajo un solomillo de ternera que se deshacía en la boca, masticaba con delectación cuando sentí una voz, era Alex así que tragué y abrí los ojos.
—Perdona, ¿qué decías?
—¿Sabes algo de Rosa?
—No, ¿pero eso a qué viene ahora?
—De pronto, ahí en el salón pensé en ella y sentí que le estaba pasando algo malo.
—¿Qué le puede pasar allá?, está entre mujeres devotas y piadosas…
—Lo sé, ni yo mismo me lo explico pero así me pareció.
—Pues no sé, pero ya averiguaré algo si te preocupa.
—Gracias Jorge.
—De nada Alex, para eso estoy aquí también. Terminemos tranquilamente este solomillo y hablamos  luego de ello en la librería, ¿de acuerdo?
—Es curioso…
—¿El qué?
—Esta conversación parece que quiere terminar igual que otra que recuerdo como si fuera ayer… pero no, aquella fue con Julián y era nochebuena.
—De él quiero hablarte también, pero mejor que sea allí, con el estómago satisfecho se ven las cosas siempre de otro modo e incluso, yéndonos al símil que nos sugiere el lugar y el momento, aquel lector (llámese tú o yo o él), antes hambriento de letras se detiene más a gusto, ahora bien lleno, en cada detalle aparentemente nimio de la trama para ir descubriendo lo que se ocultaba desde el principio.
Alex me miró con asombro, quizás preguntándose qué rayos era lo que quería decir con aquella grandilocuente palabrería murmurada, cuando lo que en verdad deseaba era terminar de una vez ese magnífico solomillo y seguir firme tanteando el suave muslo derecho de Rocío con mi mano mientras ella la acariciaba dulcemente acercándola a su ser.
Terminamos a las diez y media más o menos, tras darle un beso de buenas noches a mi prima me encaminé con Alex a la biblioteca, Gaspar iba siguiéndonos por el pasillo varios pasos más atrás; me di la vuelta.
—¿Vienes?
—Sí.
—No puedes.
—Pero, ¿por qué?
—Vamos a tratar asuntos de familia, si quieres esperar que Andrea te lleve a tu habitación, luego hablarás con él —le dije guiñándole un ojo. El giró sobre sí y se marchó más contento que unas pascuas. Después entramos y cerré la puerta con dos vueltas de llave —por si acaso—, le dije a Alex.
—No hacía falta, pero si te sientes más seguro así…
—Créeme, a nadie más incumbe lo que aquí hablemos.
—Te creo… por cierto, ¿qué querías decirme de Julián?
—Ha muerto.
—Lo sé —dijo con una seriedad que me dejó helado.
—¿Cómo que lo sabes?
—Lo llamé anteayer a Londres, se puso Elisa y me dio la noticia.
—Entonces ya te imaginarás por qué me mandó venir…
—Si me lo puedes contar.
—Ya muerto no hay secreto que valga, me dio plenos poderes sobre todo hasta que pudiera confiar en ti, dejó una nota aquí que me mandó quemar y otra igual con su firma ante notario en un depósito bancario, y visto que sigues con tus obsesiones y al margen de todo lo que nos concierne de momento no puedo confiarte nada, pero espero que poco a poco lo hagas por ti mismo.
—Sí, ahora hablas por él y casi también como él; solo te falta cojear.
—¿Aún no está frío y ya te estás burlando de él?
—¡Ni mucho menos! Perdón si así te ha parecido pero siento su pérdida, quizás no tanto como tú, pero también era mi tío —comentó entre disgustado y ofendido— Creo que fui bien claro abajo, a mi regreso del trono del diablo me ocuparé de todo.
—Te tomo la palabra Alex —dije—, no hay más que hablar sobre eso entonces y en cuanto a lo que habías sentido sobre Rosa en el salón, ¿podrías ser más claro?
—Noté como una punzada en el pecho y me vino su imagen, fue muy raro; no sabría decirte bien pero lo sentí muy real.
—Creo que sé a lo que te refieres pues es algo que viene de familia; a mí también me ha pasado más de una vez con mis hermanos y amigos, y a tu abuela Marta le sucedía con todos nosotros, hasta el punto que más de una vez tuvieron que ingresarla de lo mal que se puso. Son como premoniciones, pero se sienten muy adentro, muy viscerales y dolorosas; pueden llegar a durar varias horas o incluso días enteros y no se alivian con ningún calmante.
—Era lo que no querías que oyera, ¿verdad?
—Bien, veo que tu obsesión con la montaña no te ha quitado capacidad deductiva… No quiero que nos tomen por locos, como hicieron los del pueblo con Inés.
—¡También sabes lo de las cartas!
—Solo lo que me contó abuela Marta cuando era un guaje, no he leído todavía ninguna carta. Él se levantó de la mesa y abrió el cajón de la estantería del oeste, de allí sacó una vez más el portafolios y me entregó las cuatro primeras.

—Empieza con estas mientras yo sigo con las cuatro que aún me quedan, según las acabe de leer te las iré pasando... Ya es hora de terminar de una vez con esta intriga.


























lunes, 15 de diciembre de 2014

El descenso XXV






















XXV











            Vicente  me dijo algo muy extraño cuando le pregunté qué tal estaba:
—No dejes que el dragón termine por devorar al tiempo—
El vino de su copa debía de haberse picado, pensé. Luego de apurarlo de un trago volvió a desvariar con un tono de charlatán de feria, haciendo aspavientos con la mano izquierda mientras apoyaba el codo en la barra.
—Mi hijo conoce a Gaspar desde que eran enanos, es buena gente; algo huraño y callado cuando no está en confianza, pero muy trabajador. Además ya sabes mi opinión de la Pepa; de lo que te diga créete la mitad y de esa mitad las tres cuartas partes serán invenciones suyas.
—¿La Pepa?, ¿esa no era una gaditana?
—Eso dicen, y muy liberal —replicó— Ah, si Espartero levantara cabeza.
—Sí, como el ísimo, no te jode… Deja a los militares p’allá que bastantes hemos tenido.
—¿Otra cerveza? —Preguntó Fran.
—No, gracias —dije— mejor un mus; ¿hace?
—No hay mus —sonrió.
—Lo que sí que sé seguro de él es que le daba a la marihuana con Paquito, antes de que lo encerraran, igual se refería a eso.
—Bueno, un par de porros no hacen malo a nadie.
—Vendía, pero no se le daba bien.
—¿Sabes si sigue haciéndolo?
—Su madre murió hace cinco años —dijo Fran con seriedad—, creo que vendió el piso que tenía en Mieres y se instaló en Pumarín. No sé, será que le gusta la capital —comentó mientras limpiaba la cafetera—, ya antes vivía de alquiler en un edificio a dos manzanas de Salesas.
—¿Entonces también lo conoces?
—Conocía más a su madre, era una buena cliente; siempre venía a las siete a tomarse un cortado con Julia.
—¿Julia?, ¿quieres decir “tu Julia”?
—¿Quién iba a ser si no?
—¿Y sabes algo del asunto?
—Nada que no te haya dicho ya Vicente —respondió de espaldas, luego giró sobre sí y comenzó a limpiar la barra con una bayeta amarilla— ¿Cómo le va a Luisa?
—Bien, cada vez más animada, gracias por preguntar por ella.
—De nada Jorge; mi hermana y ella siempre fueron muy amigas, si estuviera aquí fijo que habría ido a ayudarla sin pensarlo.
—Lo sé, también era muy amiga mía.
—Más que eso, cabroncete —sonrió—. No hace falta que disimules conmigo… ¿o acaso crees que no os veía?, me sobran ojos para entender que lo que teníais era algo más.
—Sí, pero la vida siempre tiene la maldita costumbre de quitarte de un plumazo todo aquello que en verdad te importa sin preguntar siquiera.
            —Somos inconscientes hasta que se demuestra lo contrario.
            —Interesante forma de verlo.
            —Ya te dije que tengo ojos de sobra… —se acercó a Vicente con el gesto serio— ¿Cuánto me debes esta semana?
            —Dos mil pesetas.
            —¿Qué? —gritó— Y con eso ya son diez mil en lo que vamos de mes, contigo no hay negocio.
            —Todavía no he cobrado —protestó—, espera al viernes.
            —Esa excusa ya la sé, si esperase con todos como contigo habría cerrado hace años. No te sirvo más.
            —Más pierdes.
            —Puedes estar seguro que no salgo perdiendo.
            —Haya calma, caballeros —intervine—, seguro que pueden encontrar una solución beneficiosa para ambos... Les propongo un duelo.
            Ellos me miraron estupefactos y se echaron a reír.
            —Estaría bueno eso —dijo Vicente—, ¿quién elegiría el arma?
            —Como en todo duelo, el agraviado —respondí lanzando una mirada a Fran; este se quedó pensando un momento.
            —No creáis que me vais a convencer, con este saldría perdiendo sí o sí… ¡Ja, ja, ja, ja!
            —Conste que lo he intentado —dije a Vicente mientras me encogía de hombros.
            —Tienes cada idea, Jorge…
            —Aprendí de ti.
            —Alumno aventajado entonces —dijo Fran—, y superior a su maestro desde hace bastante…
            —Gracias por el inmerecido cumplido.
            —No me rimes a estas horas, me da dolor de cabeza el rap.
            —Y a mí tus coplas —le dije irónico señalando la radio— Anda y pon el partido, que tiene que estar a punto de empezar.
            —¡Es verdad!, se me había olvidado.
            —Pero no mi deuda —gruñó Vicente—, ahora cómo voy a seguir en seco la transmisión.
            —Venga, yo te invito, pero solo esta vez y como pago por la información —respondí. Él no replicó, pidió otro vino, estiró las piernas y los tres nos pusimos a escuchar.
            Pronto el bar se puso hasta la bandera, las mesas hervían de nerviosismo y pipas mientras otros vociferaban contra el árbitro, como siempre; contra el entrenador, como era costumbre; y contra algún jugador contrario, como era normal en cualquier partido de liga.
            —A estos les ponía yo a correr la banda hasta que les salieran ampollas —decía uno— ¡Calla, calla!, creo que ha pitado penalti —gritaba otro— ¡Será hijoputa! —Gritaban y coreaban todos. Al descanso me fuí de allí tras despedirme de Vicente; Fran ya estaba dormido sobre la barra.
            —Puedes acercarte a casa de Marcelo —me dijo, llegando hasta mí  mientras salía— Gaspar estuvo un par de años trabajando para él.
            —Gracias, amigo; ahora mismo iré allá. Le dí un apretón de manos y me perdí calle abajo, llovía con fuerza y eché una carrera para llegar ablandado al coche, cerré la puerta, di al contacto y raudo me dirigí a donde me decía; algo más debería saber.
            El chalé parecía vacío, llamé un par de veces sin obtener respuesta, así que me senté en el BX a esperar. No llevaba ni media hora cuando Marcelo vino caminando con el paraguas abierto, se detuvo frente a la valla y saco las llaves; yo bajé y me fui hasta él.
            —Buenas tardes Jorge —me dijo sorprendido— tanto tiempo sin verte.
            —Tres años más o menos. En el entierro de Paco, quería a hablar contigo es algo sobre un empleado.
—¿Quieres pasar y tomamos algo mientras charlamos?
—Claro hombre —le respondí. Entramos y me senté con él en el salón, los sofás de cuero parecían sin estrenar y resultaban muy confortables. Marcelo abrió el mueble bar, y sacó una botella de coñac—¿te apetece una copa o prefieres otra cosa?
—No, tengo todavía un largo viaje de vuelta hasta Ilán.
—Tú siempre tan responsable —comentó con gracia mientras iba sacando de la cristalería un vaso fino, luego de decantar el licor lentamente se sentó enfrente de mí.
—¿Qué es lo que te trae hasta aquí?
—Es sobre Gaspar, Gaspar García, Fran me dijo que estuvo trabajando para ti, ¿qué puedes decirme sobre él?
—Nunca tuve queja, Rocío es quien lleva el pub; yo solo cuadro las cuentas a fin de mes. Trabajaba de camarero por las noches, pásate por allí y así le haces una visita seguro que tenéis muchas cosas que deciros.
—Entonces me queda otro largo viaje, quería dejar el asunto zanjado esta tarde así que me voy ya mismo, gracias por tu tiempo —le dije sin ocultar la impaciencia.
—Cálmate hombre, qué prisa tienes; Rocío no entra hasta las ocho, ahora estará duchándose, me imagino —Yo también la imaginé; desnuda bajo el agua, resbalando por su piel húmeda, sedosa y excitante— si no quieres una copa puedo ponerte un café…
—Mira, pues un café sí que me tomaba bien a gusto.
            —Entonces café —dijo mientras se levantaba rápido como un resorte, camino de la cocina— ¿Qué te preocupa de Gaspar?
            —Va a hacer de guía de Alex a la montaña y quería saber si es de fiar.
            —¿Y te tomas la molestia de bajar aquí desde Ilán a preguntar por él?, si no es algo muy grave lo que hayas oído no entiendo tanto interés.
            —A Luisa le comentaron que estaba metido en drogas. Y eso me dijo también hoy Fran; fue él el que me habló de ti.
            —Y bien ha hecho en hacerte venir —dijo mientras traía la taza, luego volvió a sentarse para volver sobre él—, ha sido siempre el más listo de todos los mosqueteros, ¿recuerdas?
—¡Claro! —dije con cierta nostalgia.
 Aún veía de nuevo como si fuera ayer a ese cuarteto de jovenzuelos, recién llegados a la universidad, dispuestos a ponerse el mundo el mundo por montera y torear la vida por naturales. Luego llegarían las cornadas que nos pusieron a cada uno en su lugar. Vicente no pasó del primer curso, ya entonces arrastraba un incipiente alcoholismo, que pronto se convertiría en el centro de su existencia. Fran terminó derecho con mejor nota que yo, pero jamás ejercería —Abogados es lo que sobran en este puñetero país— decía… Se metió en el negocio de la restauración con el dinero que Marcelo le prestó y fueron a partes iguales durante mucho tiempo, pero al final por serias diferencias repartieron los locales, Fran se quedó con los restaurantes y bares de tapas mientras que Marcelo se ocupaba de los pubs y demás negocios nocturnos. Yo sí que llegué a ejercer, hasta que aborrecí de la misma justicia y sus más oscuros agujeros.
—Rocío me preguntó por ti; anteayer, en el Berlín. Llegué a última hora para hacer caja e inventario y estuvimos hablando de muchas otras cosas. Creo que todavía no ha superado vuestra separación.
—Yo tampoco —le dije según iba saboreando aquel café sin azúcar. Me estremeció su amargura—. Le faltan un par de terrones —protesté.
—No me queda azúcar.
—Creo que a mí tampoco —comenté apurando la taza—. Bueno, si no sabes nada más, iré a ver a Rocío.
—Como quieras Jorge, un placer volver a verte, amigo.
—El placer ha sido mío Marcelo. —y con esta doble mentira y un apretón de manos; cínicos como políticos pero, al igual que ellos, todos unos caballeros entre nosotros, nos despedimos.

Llegué allí  a menos cuarto, Rocío no estaba así que pedí un tercio de mahou y me senté a esperar por ella en una mesa al fondo del local mientras sonaba la versión de Hendrix del All allong the watchtower de Dylan. La bola de luces daba vueltas en el techo, reflejándose múlticolor por los azulejos blancos de las paredes; el aroma a hachís se mezclaba con el de la cerveza en cada trago y los lugareños, sentados a la barra  aparecían y desaparecían como sombras en la penumbra al tiempo que iba pensando por qué Marcelo había estado tan atento conmigo, sobre todo después de ser él la razón de mi ruptura con Rocío… ¿Acaso le remordía la conciencia a estas alturas?, ¡imposible!; era demasiado inhumano para sentir algo así. Enfrascado en estas turbias elucubraciones no me di cuenta de su presencia hasta que una mano se posó sobre mi hombro, haciéndome saltar como un resorte de mi asiento.
—Hola Jorge —me dijo Rocío mientras reía por mi brusca reacción— ¿cómo estás?
—Bien, pero veo que tú estás mucho mejor —respondí con un guiño—. Siéntate, quiero hablar contigo.
Llevaba un vestido rojo escotado y se había rizado su larga y negra melena, que descendía en brillantes bucles hasta la redonda base de sus senos. Posó el pequeño bolso que traía encima de la mesa y se sentó enfrente de mí. Una intensa fragancia a rosas llegó a mí, ella agarró mi mano derecha y comenzó a acariciarla suavemente.
—Me gustan tanto tus dedos —dijo al tiempo que iba masajeándolos, me miró fijamente a los ojos—… Dime, ¿por qué has venido?
—Quería hablar contigo sobre uno de tus empleados, Marcelo me aseguró que tú sabrías mejor sobre él.
—¿Qué te ha dicho ese mamón? —preguntó disgustada retirando sus manos de la mía—, seguro que nada bueno.
—Lo cierto es que no mucho, por eso vine.
—¿Solo por eso?
—Bueno, también por verte, y veo que sigues tan hermosa como antes…
—Sí, como antes de que él se entrometiera en lo nuestro, vamos, dilo.
—Ya lo has hecho tú.
—Ay, Jorge, qué diera yo porque nada de aquello hubiera pasado —dijo con un tono tan íntimo que me hizo estremecer—. Sigo pensando en ti cada día, extrañándote, y qué cosa esta; ahora es él el que te trae de nuevo a mí.
—Sí, eso también a mí me pilló de sorpresa.
—Entonces crees que se está arrepintiendo.
—Poco me importa Rocío, el tiempo y las circunstancias han hecho que os perdonara hace mucho a los dos.
—Sabes que nunca pude pedírtelo.
—No hace falta que lo pidas, es más quiero que sepas que, del mismo modo, no hay día en que no siga pensando en ti. Los dos quedamos en silencio, solo mirándonos volviendo a sentirnos, de pronto ella se acercó y me besó intensamente —¡Te amo! —me dijo—, siempre ha sido así y siempre lo será.
—Y yo a ti.
Volví a besarla y ella me sujetó la cabeza, yo la abracé; así hubiéramos quedado hasta el día del juicio final pero entonces separó sus labios de los míos y, abriendo los ojos, sonrió:
—¿De quién se trata? —me dijo lentamente con su voz de seda, Yo me eché a reír y ella me siguió.
—¿Quieres ir a dar un paseo y lo hablamos? —le pregunté. Ella asintió y saliendo los dos del Berlín, caminamos juntos de la mano, calle arriba por los soportales de Galiana hasta entrar en el parque de Ferrera, ya era noche pero aún seguía abierto así que nos detuvimos frente al estanque y sentados en un banco comenzamos a meternos mano como dos adolescentes presos de infinita y ardiente pasión.
—Extraña forma de hablar —dijo Rocío mientras aferraba con fuerza mi pene erecto, luego bajando mis pantalones lo metió en su boca, yo sujeté su nuca al tiempo que alzaba los ojos al cielo de puro placer. Me corrí en su garganta y ella saboreó con delectación el sémen, después volví a besarla e introduje mi dedo índice en su vagina, ella gimió y sonriente mordisqueó mis labios.
—Vamos a mi casa, Jorge, están a punto de cerrar y quiero follar contigo hasta perder el conocimiento. Ambos nos levantamos y salimos agarrados el uno al otro allí donde la espalda pierde su nombre.
El piso de Rocío quedaba a dos manzanas, en un edificio antiguo de cuatro plantas; era un ático amplio de tres habitaciones. Entramos a toda prisa en el portal y la fui desnudando ya según subíamos por el ascensor, traspasó la puerta en volandas sujetas sus piernas a mi espalda y así la tumbé sobre la cama. Bajé  sus bragas y empecé a besar su vientre mientras ella trataba de quitarse el vestido que seguía arrebujado sobre su pecho pero no fue capaz, así que la ayudé tirando por encima de sus hombros. Ella sujetó los míos y me empujó hacia su ombligo —Sigue besándome ahí —gritó— Yo sonreí y, bajando hasta sus labios los mordisqueé con suavidad para después comenzar a mover cada vez más rápido la lengua. Se aferró a mis cabellos y dio un tirón brutal  —¡Ahora, hazlo ahora! —exclamó jadeando— Entonces la penetré y con ella sujeta a mí moviendo sus caderas como una culebra, nos pusimos en pie. Yo la apoyé contra la pared mientras empujaba más y más fuerte. Ella me arañó la espalda hasta hacerme sangre y estirando los brazos por sobre mis hombros aferrándose a mi cabeza se dejó llevar en un espasmo de inmenso placer. La volví a tumbar sobre la cama y seguimos haciéndolo en esa postura durante media hora, luego nos giramos y poniéndose encima de mí, sujeta a mi cuello con las manos a la par que su trasero con brío salvaje describía movimientos circulares y rápidos que me pusieron a vibrar al límite máximo de la erección. En ese momento la hice rotar sobre mi miembro y echado sobre ella abrí sus piernas, sujeté sus muslos y la icé para así; ella con los hombros sobre el colchón y el resto de su cuerpo totalmente arqueado terminar de hacerle el amor  como si de una carretilla se tratara. Rocío aporreó un par de veces las sábanas, gritando como loca, luego las aferró ferozmente y yo continué hasta correrme en su interior, luego me eché sobre ella y la sujeté por las caderas —¿Quieres más? —le pregunté—
—¡Sí! —chilló ansiosa mientras yo besaba su cuello por detrás. Lo hicimos dos veces más con el mismo ímpetu hasta caer los dos rendidos. Quede finalmente bajo ella, que descansaba satisfecha saboreando mi cuello.
—Hacía tanto tiempo que no te sentía así... —susurró mientras su melena reposaba plácida sobre mi piel sudorosa— ¡Dímelo!
—¡Te amo! —Rocío puso su nariz sobre la mía y me miró con sus ojos rebosantes de felicidad; luego nos besamos de nuevo largamente al tiempo que dejábamos que el silencio de la noche fluyera sobre nuestros cuerpos.
Desperté con ella abrazada a mi cuello, palpé el contorno de sus pezones y ella me sintió. Sonriente abrió los ojos,  se giró y agarrándose a mí me dio los buenos días poniendo su pierna derecha entre las mías, yo la rodeé con mis brazos y en un abrir y cerrar de ojos se puso encima.
—Quisiera estar eternamente como estoy ahora contigo —le dije—, pero tengo que irme a Ilán cuanto antes; me necesitan allá.
—Yo también te necesito —replicó mientras sus labios iban moviéndose despacio adelante y atrás, acariciando húmedos mi miembro que volvía de nuevo a cobrar vida— ¿Acaso no puedes quedarte un ratito más?
—Claro que puedo, pero debo ir a ayudar a Luisa.
—Bueno dijo dejando de moverse—, eso sí lo entiendo, pero esto no me queda nada claro: ¿De quién se trata?... ¿Recuerdas? —volvió a preguntar con un guiño de lo más pícaro.
—¡Ja, ja, ja, ja!... ¡Casi me olvidaba! —respondí.
—Menos mal que yo nunca me olvido de nada  —dijo mesando mis cabellos—, ni de lo bien que lo hacías, y sigues haciendo, conmigo…
—¡Gracias Rocío! —acerté a decir—, es sobre Gaspar García…
—Un chico majo, pero no tan hombre como tú.
—Tampoco es necesario tanto detalle. —comenté con seriedad, ella se burló.
—Era broma tontorrón ¿Qué quieres saber de él?
—Fran y mi hermana dijeron que estaba envuelto en asuntos de drogas y como va a hacer de guía para Alex, quería saber si era trigo limpio.
—Es serio en lo que se refiere al trabajo, eso es lo que tengo comprobado, y sí ha tenido relaciones un poco turbias con las drogas, pero ya hace tiempo y salió bastante mal de ellas, así que no creo que haya problemas.
—¿Podrías ser más clara?
—Claro —respondió con otra carcajada— El pasaba marihuana en Oviedo y su hermano Benny vivía aquí, en la Carriona, este estaba muy enganchado a la heroína, y por eso él vino a buscar trabajo en Avilés, para estar más cerca de él y ayudarle a salir del agujero; lo logró y después de eso se fueron los dos a Mieres con su madre, luego de morir ella marcharon a Oviedo y Benny también murió, no había pasado ni año y medio. Gaspar entró entonces en una depresión muy grande, vino a mí un par de veces a pedirme dinero me explicó todo y compadecida, le ofrecí trabajo pero lo rehusó de modo que se fue con diez mil pesetas y no regresó ni supe nada más de él. ¿De modo que ahora está en Ilán?
—Eso parece —respondí. Ella me clavó sus ojos azules y me besó tan dulcemente que me sentí de nuevo un niño.
—Quiero ir contigo allá, quiero dejar esta ciudad y estar a tu lado siempre, Jorge… ¡Te amo! —Yo me incorporé y la estreché entre mis brazos con fuerza.
—¿Qué harás con tu negocio si te vienes conmigo?
—¡Que se encargue Marcelo!,  ya que el dinero es lo único que ha sabido amar se lo haré pagar hasta que le duela mi desprecio —respondió decidida—, llévame ahora, así seremos tú y yo, además te ayudaré con Luisa y Alex y hablaré con Gaspar.

—Como quieras, mi amor —dije henchido de alegría—, nada me haría más feliz. Ella me besó, y juntos nos incorporamos preparándonos para salir aquella misma mañana, unidos nuestros destinos por el camino de Ilán.