sábado, 29 de noviembre de 2014

El descenso XII













XII





          Amada mía, recibir tu última carta calmó un poco mi espíritu pero, de todas formas, sigo maldiciendo el día que pedimos el crédito a don Álvaro para abrir la mina del valle, pues no ha traído más que desgracia a esta familia, amargura a mi alma y penurias a todos los habitantes de Ilán. He dedicado estos días a pasear y leer hasta quedar exhausto y sí, llevabas mucha razón en tus palabras; ahora duermo mucho más tranquilo y despierto cada día como nuevo, pensando en ti. Ayer mismo te imaginé conmigo, los dos a caballo por la senda de la horcada, bajo la fina lluvia que gotea desde las últimas hojas de los castaños. Los carros de los labriegos chillando, cargados de heno y los montes azules allá arriba, esperando plácidos nuestra llegada, coronados por las primeras nieves del año. Entonces desperté y subí a la torre; desde allí pude divisarlas y recordar así cada detalle de mi sueño y de tu ser.
           Mientras oteaba el horizonte quedé fascinado por una peña en especial, libre de la límpida blancura que alrededor, se yergue amarillenta al sol de la mañana como puesto de guardia en un castillo de plata y diamantes. Pregunté por ella al boticario que vino a traerme unos calmantes, dice que los ileños la llaman el trono del diablo; espantoso nombre para una montaña tan bella. Quizás me anime a subir a ella esta primavera, si el tiempo lo permite; las vistas deben de ser grandiosas allá arriba.
           Hace una semana estuve en Astorga; Su Ilustrísima don Antonio me invitó a ver el recién terminado palacio episcopal y, tras la misa, pude admirar lo maravilloso de su construcción y las distintas dependencias, es todo una obra de arte de la primera a la última piedra; estilizado, casi frágil parece, mas en conjunto se nota el buen diseño y el gusto por las formas curvas de Gaudí; sigue un clarísimo estilo gótico medieval,pero más a lo germánico que a lo francés como la Pulchra leonina.  muy adecuado para lo austero del paisaje que lo rodea volviéndose  una joya perfectamente engarzada en un anillo de oro. Cuando regreses espero estar contigo e ir los dos de nuevo por allí como cuando nos llamó García Prieto para que abogásemos en su favor al Rey Alfonso por lo del marquesado de las Alhucemas. Entonces, recuerdo, eras todavía una mujercita despreocupada y alegre, pero ya se adivinaba lo mucho que te gustaban los asuntos de Estado, pues lo acosaste a preguntas hasta casi hartarlo...
            También recuerdo de aquella jornada tus cabellos acaramelados, brillantes y lisos, y que no parabas de moverlos de un lado para otro según ibas caminando por la muralla romana, vestida de blanco. Y, a merced del cierzo, me llegaba tu aroma mezclado con el de las rosas, invitándome a soñar que tal vez un ángel había descendido y tomado tu forma y tú, con las alas extendidas al trasluz de un rosado atardecer, en vuelo me guiabas a dondequiera que fueses y yo con embeleso te seguía cuando, de pronto, una música sonó... era mi corazón, henchido de alegría por saberme amado, bendecido  y desposado contigo para siempre. Entonces comenzó a cantar y, palpitante, te decía:



Ascendía
raudamente
la pendiente
por el sur,
pues sentía
que a lo lejos
los reflejos
en azur
se encendían,
al celeste
por lo agreste
de tu piel.
Y olvideme
de mí mismo;
tu espejismo,
faz de miel,
fue por siempre
primavera,
que blandiera
con ardor
el acero
de la espada
afilada
del amor.
Tu sonrisa
sonrosada
dio con cada
beso en mí
una lágrima
suicida,
 una vida
siendo en ti,
una gloria
transparente,
como fuente
de cristal
que desborda
sentimiento 
a mi aliento
sin igual;
pues no hay rosa
en la cumbre
que me alumbre,
como tú,
ribereña
espadaña,
dulce caña
de bambú.
En tus ojos
tan brillantes
los instantes
puedo ver
en que vivo
 con empeño
 de mi sueño:
¡Tú, mujer!






Esperando ansioso tu respuesta queda aquí tu amor... el mismo que fue, es y será por siempre.

  
                                         

                                                                       en Ilán, a 4 de noviembre de 1916











             El descenso - (c) - Miguel Angel Miguélez Fernández















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