VIII
Un chasquido me devolvió a la realidad, Julián había
apagado las luces del árbol y levantándome de la mesa me acerqué a él.
—Todavía te queda mucho que leer, llévate la llave y
ya lo harás cuando puedas, si no mañana no estarás para la comida, y ya sabes
lo que le revientan a tu madre ese tipo de faltas.
—Sí, lo sé, pero hay una cosa que no me encaja en todo
esto, según tenía entendido García I no había dejado descendencia y por eso le
habían sucedido sus hermanos: Ordoño y Fruela.
—Y así es, pero todo Rey que se precie de serlo debe
saber siempre guardar más de un secreto —contestó Julián con una sonrisa—.
Mantuvo una relación con Elvira, una dama de la nobleza asturiana que le dio
dos hijos varones: Alfonso, muerto en batalla aún soltero, y Gonzalo, que fue
el primero de la casa de Ilán, y del cual descendemos ambos por línea directa.
— ¡Entonces era bastardo!
—No me agrada ese apelativo, ni responder
obviedades...
—Tienes razón, no ha sido muy acertado por mi parte.
—Olvídalo Alex, mejor ve a dormir, ya es muy tarde y
me apetece estar un rato más aquí, leyendo a solas.
Salí despacio y cerré la puerta. No había recorrido ni
diez pasos por el amplio pasillo abovedado cuando sonó ronca la cerradura de la
biblioteca; encerrarse bajo llave no era muy común en él, algo se traería entre
manos. Pensando en ello seguí escaleras abajo y, de repente, una dulce voz
susurrante me sorprendió a medio camino de la galería. Era Rosa, vestía un
etéreo camisón de color blanco y me miraba deseosa a los ojos.
—Alex,
ven, entra y no hagas ruido, se oyen tus pasos desde lejos.
—Accedí
a su habitación y, tras unos segundos, con un gesto grácil de su cuello me
invitó a sentarme en el lecho, así lo hice. Ella alzó sus manos y,
delicadamente como si de una pluma se tratara la tela que la cubría cayó al
suelo. Admiré sentado la redondez y turgencia de sus pechos y la suavidad de su
piel y su figura a medida que se acercaba a mí despacio, muy despacio, entonces
me tocó la entrepierna, no tardé ni dos minutos en estar con ella unida a mí
sobre la cama, ambos desnudos y haciéndonos el amor como tanto habíamos
esperado. Jadeante cabalgue sobre sus lomos mientras la iba penetrando
acompasadamente, cada véz mas fuerte, cada vez más hondo y rápido hasta que, de
pronto, sentí la tensión de sus espasmos cerrarse sobre mi miembro, la
agitación y el calor de su vagina eran enormes y ya nada pude hacer... Ambos
nos corrimos a la vez, dejando las sábanas llenas de amor y de fluidos y luego, luego se hizo el silencio; la paz, la
satisfacción que los dos tanto necesitábamos. Quedé abrazado a ella hasta el
amanecer y con ella todavía dormida entre mis brazos nos recibió la Navidad.
Rosa despertó un poco después, la recibí con una gran
sonrisa y ella me correspondió con la suya, estuvimos mirándonos sin decir nada
durante cinco o diez minutos hasta que por fin habló.
—Te amo, Alex.
—Lo sé, Rosa, yo también a ti, y bien lo sabes.
—Y quería tenerte en mí otra vez, una
última vez - me dijo.
—¿Qué
quieres decir con última?
—Me voy, Alex —. Eso me dejó sin habla—, el
día de Reyes inicio el noviciado en el convento de Santa Clara.
—¿Estás segura de tu vocación?
—Desde pequeña siempre sentí su llamada, y es algo que
debo cumplir si no quiero sentirla siempre en mi alma como una llaga - Es tu
decisión, mi amor, nada puedo hacer sino aceptarlo, así se me parta el corazón;
las cosas de Dios y de los hombres no siempre van de la mano aunque a todos
lleve por los mismos caminos.
—¿Quieres
decir que lo entiendes? —me preguntó—, porque a veces no lo entiendo ni yo.
—No
hay que entenderlo; razonar con Dios es imposible, además de tentación, por eso
digo lo que digo… Si a ti te hace feliz a mí me lo hará porque, así no vuelva a
verte o estar contigo como esta noche, lo mismo te seguiré amando.
—Eres el ser más comprensivo y bueno que conozco,
Alex... y sí, te amo fervientemente, y
me hace inmensamente feliz que no te lo hayas tomado como temía.
—Nada te turbe Rosa, es Navidad, vamos a ver los
regalos; seguro que Andrés y Martín ya están como locos por el patio. Su rostro
se iluminó y, con otra gran sonrisa de las suyas, estrechó el mío y me besó una
vez más; sentí sus labios aquella mañana con una dulzura intensísima, como
nunca antes. Después, ambos nos vestimos y saliendo de la habitación a buen
paso nos dirigimos al patio.
El descenso - (c) - Miguel Angel Miguélez Fernández
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