jueves, 27 de noviembre de 2014

El descenso VIII















VIII









Un chasquido me devolvió a la realidad, Julián había apagado las luces del árbol y levantándome de la mesa me acerqué a él.
—Todavía te queda mucho que leer, llévate la llave y ya lo harás cuando puedas, si no mañana no estarás para la comida, y ya sabes lo que le revientan a tu madre ese tipo de faltas.
—Sí, lo sé, pero hay una cosa que no me encaja en todo esto, según tenía entendido García I no había dejado descendencia y por eso le habían sucedido sus hermanos: Ordoño y Fruela.
—Y así es, pero todo Rey que se precie de serlo debe saber siempre guardar más de un secreto —contestó Julián con una sonrisa—. Mantuvo una relación con Elvira, una dama de la nobleza asturiana que le dio dos hijos varones: Alfonso, muerto en batalla aún soltero, y Gonzalo, que fue el primero de la casa de Ilán, y del cual descendemos ambos por línea directa.
— ¡Entonces era bastardo!
—No me agrada ese apelativo, ni responder obviedades...
—Tienes razón, no ha sido muy acertado por mi parte.
—Olvídalo Alex, mejor ve a dormir, ya es muy tarde y me apetece estar un rato más aquí, leyendo a solas.
Salí despacio y cerré la puerta. No había recorrido ni diez pasos por el amplio pasillo abovedado cuando sonó ronca la cerradura de la biblioteca; encerrarse bajo llave no era muy común en él, algo se traería entre manos. Pensando en ello seguí escaleras abajo y, de repente, una dulce voz susurrante me sorprendió a medio camino de la galería. Era Rosa, vestía un etéreo camisón de color blanco y me miraba deseosa a los ojos.
Alex, ven, entra y no hagas ruido, se oyen tus pasos desde lejos.
Accedí a su habitación y, tras unos segundos, con un gesto grácil de su cuello me invitó a sentarme en el lecho, así lo hice. Ella alzó sus manos y, delicadamente como si de una pluma se tratara la tela que la cubría cayó al suelo. Admiré sentado la redondez y turgencia de sus pechos y la suavidad de su piel y su figura a medida que se acercaba a mí despacio, muy despacio, entonces me tocó la entrepierna, no tardé ni dos minutos en estar con ella unida a mí sobre la cama, ambos desnudos y haciéndonos el amor como tanto habíamos esperado. Jadeante cabalgue sobre sus lomos mientras la iba penetrando acompasadamente, cada véz mas fuerte, cada vez más hondo y rápido hasta que, de pronto, sentí la tensión de sus espasmos cerrarse sobre mi miembro, la agitación y el calor de su vagina eran enormes y ya nada pude hacer... Ambos nos corrimos a la vez, dejando las sábanas llenas de amor y de fluidos y  luego, luego se hizo el silencio; la paz, la satisfacción que los dos tanto necesitábamos. Quedé abrazado a ella hasta el amanecer y con ella todavía dormida entre mis brazos nos recibió la Navidad.
Rosa despertó un poco después, la recibí con una gran sonrisa y ella me correspondió con la suya, estuvimos mirándonos sin decir nada durante cinco o diez minutos hasta que por fin habló.
—Te amo, Alex.
—Lo sé, Rosa, yo también a ti, y bien lo sabes.
            —Y quería tenerte en mí otra vez, una última vez - me dijo.
            —¿Qué quieres decir con última?
      —Me voy, Alex —. Eso me dejó sin habla—, el día de Reyes inicio el noviciado en el convento de Santa Clara.
—¿Estás segura de tu vocación?
—Desde pequeña siempre sentí su llamada, y es algo que debo cumplir si no quiero sentirla siempre en mi alma como una llaga - Es tu decisión, mi amor, nada puedo hacer sino aceptarlo, así se me parta el corazón; las cosas de Dios y de los hombres no siempre van de la mano aunque a todos lleve por los mismos caminos.
¿Quieres decir que lo entiendes? —me preguntó—, porque a veces no lo entiendo ni yo.
No hay que entenderlo; razonar con Dios es imposible, además de tentación, por eso digo lo que digo… Si a ti te hace feliz a mí me lo hará porque, así no vuelva a verte o estar contigo como esta noche, lo mismo te seguiré amando.
—Eres el ser más comprensivo y bueno que conozco, Alex...  y sí, te amo fervientemente, y me hace inmensamente feliz que no te lo hayas tomado como temía.

—Nada te turbe Rosa, es Navidad, vamos a ver los regalos; seguro que Andrés y Martín ya están como locos por el patio. Su rostro se iluminó y, con otra gran sonrisa de las suyas, estrechó el mío y me besó una vez más; sentí sus labios aquella mañana con una dulzura intensísima, como nunca antes. Después, ambos nos vestimos y saliendo de la habitación a buen paso nos dirigimos al patio.






El descenso - (c) - Miguel Angel Miguélez Fernández







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