jueves, 27 de noviembre de 2014

El descenso IX















IX






         Martín estaba que no cabía en sí de gozo, paseaba como un loco patio arriba y abajo con su bicicleta nueva mientras Luisa le aplaudía y animaba a dar una vuelta alrededor de la villa, así lo hizo desapareciendo a gran velocidad por la puerta sur. Andrés mientras tanto trataba de calzarse unos patines; una vez puestos empezó a temblar de miedo sujetándose a todo lo que se acercaba; Rosa y yo llegamos hasta Luisa. -¡Feliz Navidad! - exclamó para después abrazarnos.
         - ¿Habeis desayunado?
         - Todavía no, madre - respondió Rosa - Nos levantamos ahora mismo y vinimos a ver jugar a los sobrinos.
          - Venid entonces, hoy he preparado un chocolate de chuparse los dedos.
          
          Con una ligereza asombrosa para su edad nos abrió paso hasta la cocina. En el fogón bullían las cacerolas de acero, llenas de marisco y un intenso aroma a tomillo salía del horno. Andrea, la sirvienta, iba y venía de aquí para allá espumadera en mano hasta que reparó en nosotros.
           - Sigue adelante moza, no te pares, que la comida no perdona si te olvidas de ella - le dijo con su habitual desparpajo. - Si me vieras  cuando era yo de tu edad, te asombrarías de lo que era capaz, cocinar para seis como hoy es algo sencillo, pero entonces éramos cincuenta al menos entre familia y visitas y todo tenía que estar a las dos en punto sin una mancha en el borde de las bandejas porque si mi padre la veía... ¡Ay del pobre que hubiera sido! - y todos nos reímos recordando al abuelo y su genio para el orden.
            Así continuó, de cháchara en cháchara mientras sacaba las tazas de porcelana y las cucharas de la alacena. Luego nos fue sirviendo el chocolate, que todavía humeaba un vapor dulce y apetitoso, y se sentó con nosotros. Agarré un churro de la fuente que estaba en el centro de la mesa, mojé y me quedé un rato saboreándolo con los ojos cerrados. Hacía tanto tiempo que no los probaba que me resultó especialmente delicioso.
             - ¿Y bien? - me preguntó Luisa mientras mantenía mirada serena - ¿Qué tal han ido los estudios de medicina?, ya sabrás arreglar algún hueso roto o sacar dientes, digo yo.
             - Sí, algo de eso ya lo sabía y algo más he aprendido, respondí con una sonrisa.
             - Ah, a veces eres insoportable, sabes lo poco que me gusta la ironía, ¿Ha ido bien o no?
             - Si, madre. Tengo el primer parcial de anatomía aprobado con un 7 y el de bioquímica con un 6, a los demás no quise presentarme por falta de tiempo
             - Menos mal que tu padre ya no está, si no te hubiera corrido a gorrazos de aquí a Punta Umbría.
             - Sí, menos mal que no está - dijo cortante Rosa - Nunca me gustó su carácter recio e inflexible. 
             Madre calló por un momento, parecía que una sombra hubiera cruzado de repente por delante de sus ojos marrones y brillantes cuando, trémula y repentina, una lágrima asomó sobre su mejilla.
             - No digas eso, Rosa, apenas lo llegaste a conocer.
             Y así fue en verdad, ella solo tuvo que sufrir su ira durante cinco años, Luis, mi padre murió de un infarto a los cuarenta y seis años de edad, tras una vida tempestuosa donde el alcohol era el único dueño y señor de la casa. 
             El resto del desayuno fue un tenso e interminable silencio, solo roto por los vaivenes de Andrea. Una vez terminado nos dirigimos los tres a pasear por el jardín del oeste. Los cerezos aún no habían sido podados y ofrecían un aspecto fantasmagórico, como si quisieran asirse al cielo, blanco e impasible, con sus garras cenicientas. El camino empedrado que custodiaban había sido borrado por la hierba y los bancos, sedientos de sol, aún estaban húmedos por la lluvia nocturna.
              - Madre, perdóname, sé que soy muy impulsiva, pero créeme, no quería hacerte daño con mis palabras - Dijo Rosa - Ya te perdoné, antes aún de pronunciarlas, la culpa fue mía por no saber meterlo en cintura a tiempo. Pero vamos, no nos disgustemos por cosas del pasado pues agua que no has de mover... además, es Navidad y quiero que todos los recuerdos que nos queden de hoy en la memoria sean positivos,
               Aún no había terminado de hablar cuando un ruido sordo se oyó; venía del patio. Apresuramos la marcha y nos encontramos a Andrés tirado bajo el tronco del pino cuan largo era y a Martín riéndose a carcajadas mientras se sostenía, pie a tierra, sobre la bici. Luisa corrió hasta él y lo puso en pie a duras penas.
                - Estos chicos tienen una forma de divertirse que jamás entenderé - refunfuñó mientras iba azotándole la ropa para quitarle la tierra y las agujas secas que se le habían quedado prendidas en el jersey. Nosotros dos, a varios pasos, contemplábamos la escena mientras con el rabillo del ojo nos miramos y sonreimos abrazados, cómplices como los adolescentes que volvimos a ser, por otra vez, anoche.





            El descenso - (c) - Miguel Angel Miguélez Fernández








No hay comentarios:

Publicar un comentario