V
Julián no había llegado todavía cuando crucé la puerta
y encendí la luz. Comencé a caminar despacio hasta el ventanal del patio, las
cortinas estaban descorridas y podía verse el pino iluminado con una estrella
blanca y enorme en su vértice mientras una espiral de bombillas azules lo
abrazaba a medida que la fina lluvia caía a cámara lenta, apenas perceptible
salvo por el repiqueteo constante de los canalones. Cerré por un momento los
ojos, tratando de recordar y respiré hondo ese aroma rancio a celulosa que se
dejaba notar nada más entrar en la biblioteca de la familia; me había resultado
embriagador desde pequeño y quizás fuera esa una de las muchas razones por las
que pasara por entonces horas y horas allí encerrado hasta hacerse casi mi
verdadero y único hogar de infancia. Cuando no estaba jugando con Rosa y Jose Luis, me enfrascaba en
lecturas de toda índole, pero me gustaban especialmente aquellas grandes
aventuras de aire libre y mar, de tierras hostiles y naturalezas salvajes como
Moby-Dick, El corazón de las tinieblas, y muchas otras, ya menos conocidas o
más especializadas en el alpinismo y las diferentes rutas y vias abiertas a lo
largo de la historia y sobre los osados que las llevaran a cabo.
Los libros se hacinaban sin apenas dejar espacios
libres; unos tumbados, otros en perfecta alineación, otros intercalados como si
hubiesen sido especialmente leídos, y todos ellos dispuestos a lo largo y ancho
de las doce larguísimas estanterías talladas de nogal que construyera con sus
propias manos el quinto abuelo Raúl, y protegidos por unas correderas de vídrio
translúcido con grabados florales que hacían un ruido muy característico al
moverse. Bajo ellas, a una altura de metro y medio, grandes cajones con
cerradura guardaban celosamente los legajos, pergaminos e incunables más
importantes de la centenaria colección. Aparentemente todo se hallaba dispuesto
sin orden ni concierto pero para Julián y para mí, que ya conocíamos aquel
lugar como la palma de la mano seguían, por lo que pude atisbar en un rápido
vistazo a los lomos, en su perfecta distribución temática y orientada de
siempre; cada estantería llevaba grabadas las iniciales del viento griego que
le correspondía según su posición geográfica.
La enorme mesa de cedro había sido encerada recientemente
y brillaba, limpia de polvo y despejada de libros y papeles; los flexos de
antaño habían sido sustituidos por un par de atriles iluminados con halógenas
en cada uno de los extremos; me senté a esperar mientras pensaba en la primera
vez que vi a Rosa desde aquel mismo cristal... Ella tenía cinco años, yo tan
solo dos más pero por entonces me sacaba un palmo de estatura, pronto la
dejaría atrás pero era un hecho que en ese momento me asombraba y fascinaba,
así como me fascinaban y siguen haciéndolo, sus dos esmeraldas siempre
relucientes. Un ruido se dejó oír desde la puerta, despertándome del
duermevela en que me había sumido con la imagen fija de sus ojos en los míos,
mirándome con la lujuria felina que solo ella lograba expresar.
—Ya están todos acostados —comentó Julián una vez se
hubo sentado enfrente de mí.
¡Lo sé! —respondí tajante, tratando de ir al grano— ¿Por
qué me dijiste que abandonase la idea de ascender allí?, alguna razón de peso
debes ocultar, te conozco y me conoces demasiado bien como para que intentes
persuadirme si el motivo no es asunto serio de verdad.
—Así es, y nada te voy a ocultar pues te
considero com mi hijo mayor, al igual que lo has sido para Luisa. Se trata de
una historia que se remonta a setenta años atrás... ¿Recuerdas lo que te había
dicho de la abuela Inés?
— Sí, dijiste que había enloquecido por
amor, desatendiendo las tierras, perdiéndose en sus propios lamentos y
desdichas hasta consumirse y desaparecer bajo la larga sombra de la soledad, no
sin antes haber dilapidado todo el honor y gran parte de la herencia y la
influencia que tenía la familia en los asuntos del Estado.
—La realidad fue bien distinta; ahora vas a conocerla por ti mismo el cómo y el porqué
de lo que dije lo que te dije, así como entenderás muchas otras cosas que nos
conciernen a todos - respondió en un tono bastante afectado. Después se levantó
y, sacando del bolsillo una llavecita oxidada, la hizo girar sobre sí misma en
sentido contrario a las agujas del reloj, abriendo así el tercer cajón de la
estantería ζ
De allí cogió un viejo portafolios que abultaba bastante y, llevándolo bajo el brazo al atril que estaba al extremo más próximo
de la mesa, comenzó a buscar hasta que extrajo unos cuantos papeles manuscritos
de color sepia, con un ademán me invitó a acercarme. Fuí hasta allí y comencé a
leer; se trataba de una serie de cartas entre Inés y José María, su esposo.
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