martes, 25 de noviembre de 2014

El descenso V













V





Julián no había llegado todavía cuando crucé la puerta y encendí la luz. Comencé a caminar despacio hasta el ventanal del patio, las cortinas estaban descorridas y podía verse el pino iluminado con una estrella blanca y enorme en su vértice mientras una espiral de bombillas azules lo abrazaba a medida que la fina lluvia caía a cámara lenta, apenas perceptible salvo por el repiqueteo constante de los canalones. Cerré por un momento los ojos, tratando de recordar y respiré hondo ese aroma rancio a celulosa que se dejaba notar nada más entrar en la biblioteca de la familia; me había resultado embriagador desde pequeño y quizás fuera esa una de las muchas razones por las que pasara por entonces horas y horas allí encerrado hasta hacerse casi mi verdadero y único hogar de infancia. Cuando no estaba jugando  con Rosa y Jose Luis, me enfrascaba en lecturas de toda índole, pero me gustaban especialmente aquellas grandes aventuras de aire libre y mar, de tierras hostiles y naturalezas salvajes como Moby-Dick, El corazón de las tinieblas, y muchas otras, ya menos conocidas o más especializadas en el alpinismo y las diferentes rutas y vias abiertas a lo largo de la historia y sobre los osados que las llevaran a cabo.
Los libros se hacinaban sin apenas dejar espacios libres; unos tumbados, otros en perfecta alineación, otros intercalados como si hubiesen sido especialmente leídos, y todos ellos dispuestos a lo largo y ancho de las doce larguísimas estanterías talladas de nogal que construyera con sus propias manos el quinto abuelo Raúl, y protegidos por unas correderas de vídrio translúcido con grabados florales que hacían un ruido muy característico al moverse. Bajo ellas, a una altura de metro y medio, grandes cajones con cerradura guardaban celosamente los legajos, pergaminos e incunables más importantes de la centenaria colección. Aparentemente todo se hallaba dispuesto sin orden ni concierto pero para Julián y para mí, que ya conocíamos aquel lugar como la palma de la mano seguían, por lo que pude atisbar en un rápido vistazo a los lomos, en su perfecta distribución temática y orientada de siempre; cada estantería llevaba grabadas las iniciales del viento griego que le correspondía según su posición geográfica.         
La enorme mesa de cedro había sido encerada recientemente y brillaba, limpia de polvo y despejada de libros y papeles; los flexos de antaño habían sido sustituidos por un par de atriles iluminados con halógenas en cada uno de los extremos; me senté a esperar mientras pensaba en la primera vez que vi a Rosa desde aquel mismo cristal... Ella tenía cinco años, yo tan solo dos más pero por entonces me sacaba un palmo de estatura, pronto la dejaría atrás pero era un hecho que en ese momento me asombraba y fascinaba, así como me fascinaban y siguen haciéndolo, sus dos esmeraldas siempre relucientes. Un ruido se dejó oír desde la puerta, despertándome del duermevela en que me había sumido con la imagen fija de sus ojos en los míos, mirándome con la lujuria felina que solo ella lograba expresar.
—Ya están todos acostados —comentó Julián una vez se hubo sentado enfrente de mí. 
¡Lo sé! —respondí tajante, tratando de ir al grano¿Por qué me dijiste que abandonase la idea de ascender allí?, alguna razón de peso debes ocultar, te conozco y me conoces demasiado bien como para que intentes persuadirme si el motivo no es asunto serio de verdad.
      —Así es, y nada te voy a ocultar pues te considero com mi hijo mayor, al igual que lo has sido para Luisa. Se trata de una historia que se remonta a setenta años atrás... ¿Recuerdas lo que te había dicho de la abuela Inés?
      — Sí, dijiste que había enloquecido por amor, desatendiendo las tierras, perdiéndose en sus propios lamentos y desdichas hasta consumirse y desaparecer bajo la larga sombra de la soledad, no sin antes haber dilapidado todo el honor y gran parte de la herencia y la influencia que tenía la familia en los asuntos del Estado.
—La realidad fue bien distinta; ahora vas a conocerla por ti mismo el cómo y el porqué de lo que dije lo que te dije, así como entenderás muchas otras cosas que nos conciernen a todos - respondió en un tono bastante afectado. Después se levantó y, sacando del bolsillo una llavecita oxidada, la hizo girar sobre sí misma en sentido contrario a las agujas del reloj, abriendo así el tercer cajón de la estantería ζ 
De allí cogió un viejo portafolios que abultaba bastante y, llevándolo bajo el brazo al atril que estaba al extremo más próximo de la mesa, comenzó a buscar hasta que extrajo unos cuantos papeles manuscritos de color sepia, con un ademán me invitó a acercarme. Fuí hasta allí y comencé a leer; se trataba de una serie de cartas entre Inés y José María, su esposo.















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