miércoles, 26 de noviembre de 2014

El descenso VI

           


















VI






La primera, escrita por él, decía así:






             Mi querida Inés; quizás me quede corto en sentimiento cuando digo que te amo hasta más allá de lo imaginable por la errante voluntad del ser humano en que habito. Quizás algún día podamos volver a vernos, no lo sé, pero sí sé que estar tan lejos de ti es algo que me está devorando por dentro. Me consumo entre las altas paredes de la villa que se ciernen y estrechan sobre mí, mientras trato de atrapar con mis manos las oscuras sombras grises de la noche infame en que se ha convertido mi vida y no hallo consuelo alguno. El silencio aborreció de mí hace tiempo, se anuda a mi garganta oprimiéndola hasta que lo rompen las lechuzas que anidan las caballerizas o los extraños ruidos que del techo provienen y hacen interminable el tránsito, velada tras velada, hasta que el amanecer me recibe aún despierto. Sé que mi espíritu vagará sin gloria ni afán por este valle en soledad, cubierto de nostalgia como alma en pena o que lleva el diablo, hasta que por fin regreses o vaya yo, en un arranque de ira o de locura, atravesando tiempos y distancias, carne y sangre hasta encontrarte, sacarte de tu encierro en la capital y hacerte mía por una última vez, anhelando sea así por fin como soñé anoche, como sueño despierto y dormido en todo momento: Contigo a mi lado por y para siempre.

            Aquí los días se suceden indiferentes, todos iguales sin ti; la rutina se ha apoderado de estos miembros antes fuertes y el cielo no me basta para llenar el alma con el puñado de lejanas y falsas esperanzas que me ofrece. Te necesito como necesita el cuerpo su alimento, como el respirar ese aire puro de las verdes  praderas en aquellas suaves colinas que traza el horizonte al atardecer; las mismas donde otrora paseábamos y, sí, eramos solo los dos, felices con lo que la vida nos otorgaba al despuntar el sol cada mañana, teniéndonos el uno al otro, riendo y cantando como te cantaba, como tanto te gustaba, como tanto te quería, sin preocuparnos de nada que no fuera nosotros mismos y el reflejo de nuestro amor rielando sobre las aguas, sentíamos entonces el fluir de la vida por las venas. Aún lo recuerdo y te recuerdo así, y me deshago en lágrimas al no sentirte aquí conmigo, tal y como debió de suceder, y saberte cada día tan y tan lejana.

             Será quizás que el amor es una espada, que con su filo corta y nos desgarra las entrañas, y su punta se nos clava en lo más hondo, dejando allí su herida sangrante como una llaga florecida, como un estigma dentro del alma que se irriga en la esperanza para crecer sobre el dolor, atormentándonos en la distancia que ahora nos separa. He tratado de no pensar en ello pero cuenta me di hace tiempo de que es algo imposible, que es recurrente el ahogo, que no se detiene sino que busca siempre una salida para aparecer de pronto y desbordarnos como una inundación irresistible, implacable, sin términos ni fines y arrojarnos a un abismo cuyo fondo no alcanzamos a divisar mientras caemos quién sabe adónde. Allá donde te detengas, ahí está esperando para saltar, león sobre su presa distraída o lobo de la estepa, yerma en un invierno donde solo sopla ese viento despiadado de la ausencia que todo lo congela y nunca, nunca se calma.

             No quiero que te sientas mal al leer estas palabras, amor mío, pero tenía que desahogar todos y cada uno de mis pesares y decirte, de alguna manera, la intensidad del ardor con que te amo... ¿Recuerdas aquel verso que te escribí bajo la sombra del pino?






Tus cabellos sonríen; tu ventana
descansa sobre mí con gesto suave
cuanto esconde su luz: La pluma, el ave,
la caricia del sol a la mañana,

el agua cristalina y la fontana
de la que surges mansa, leda, grave
para ser ablución que nunca acabe;
lavatorio de vida sobrehumana.

Tus cabellos hablaron... - ¡Amor mío! -
dijeron, entre sedas y pieles;
plenitud de este espacio que, vacío,

esperaba tan solo tu querer.
Y con esas palabras, dos cinceles,
tallaste nuestro eterno amor, mujer.





Pues recuérdalo y recuérdame siempre así, amada mía, eterna y perdidamente enamorado de ti.



                                                                                     

                                         En Ilán, a doce de septiembre de 1916










El descenso - (c) - Miguel Angel Miguélez Fernández

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