domingo, 23 de noviembre de 2014

El descenso II





















II


(Unos meses atrás...)



Las tímidas cortinas de la niebla se desgajaban poco a poco entre la lejanía boscosa y espesa de los robles cuando el viejo caserón con su blanca fachada, recio y solitario, apareció de repente en un amplio bostezo del paisaje mientras el camino de entrada, salpicado aquí y allá de cipreses y castaños, nos recibía solemne y austero; tan gris como sacado del pensamiento de aquel alma melancólica que hiciera perder todo ese esplendor que otrora tuvo la aristócrata familia que cincuenta años atrás lo dominara todo sobre el fértil valle de Ilán.

Rosa estaba quieta bajo el portalón de entrada, llevaba un largo vestido azul celeste de gasa y sostenía una extraña mirada; perdida, ausente; quizás esperando algo o quizás sin esperanzas. Detuve mi Chrysler negro ante ella, haciendo  que su rostro se encendiera de nuevo en una amplia sonrisa.

- Hola Alex, espero que el viaje haya sido agradable - me dijo con su dulzura acostumbrada apenas apeado del auto. - Pero pasa, entra y no te quedes ahí que te vas a empapar, mamá ya tiene el cordero en el horno.

- Sabes que me gusta pasear bajo la lluvia, Rosi - respondí con un guiño que ella captó en seguida. - ¿Por qué no nos vamos, como antes, hasta el prado de tu padre mientras se hace la cena?
- No llevo ropa para eso, Alex; mejor entremos al calor del hogar, ya está el árbol engalanado; así verás también la última reforma que Julián ha hecho en las galerías del patio. 

Accedí a cambio de un largo beso en sus labios que nos hizo estremecer, a ella de pasión por el tiempo sin sentirme y a mí de devoción por ella. No podía negarle nada y, de haberlo hecho, ella tampoco hubiera dado su brazo a torcer; si por algo destacaba y por algo la deseaba tanto, además de su voluptuosa y carnal belleza, era por su espíritu libre, firme y decidido a enfrentarse con todo lo que se le pusiera por delante.

El estrecho pasillo se hallaba iluminado bajo la cálidez de las velas y un aroma embriagador de romero y azafrán que impregnaba dulce el ambiente. Rosa iba a paso ligero, mostrándome las diferentes habitaciones, como si nunca antes hubiera estado allí; me resultó graciosa su actitud, con esas caderas meneándose sinuosas camino del patio, invitándome a seguirla; dondequiera que fuésemos éramos ella, yo y el resto del mundo puesto a nuestros pies. Sus delicadas manos se posaron suavemente sobre el gozne y con un movimiento grácil lo hizo girar; sin apenas ruido la puerta se abrió y una luz intensa y blanca me descubrió la torneada silueta de su cuerpo a través del frágil vestido que se movía cadencioso, en vuelos de seda, al compás de la fresca brisa de la tarde.

Un pino centenario dominaba el centro del enorme patio - ¿Ves lo que te había dicho?, ¿a que ha quedado precioso este año?  - me dijo emocionada. Los arreglos navideños colgaban de sus ramas, ofreciendo un verdadero espectáculo multicolor.
Sí, - le respondí - este año se han esmerado en la decoración, me encanta verlo así, es en verdad muy hermoso.
- Hemos estado tres días preparándolo - comentó con júbilo mientras sus ojos verdes chisporroteaban de alegría, como si volviese a ser niña de nuevo a medida que se acercaba la Navidad - Tío Julián no paraba de dar órdenes a los muchachos que iban escaleras arriba y abajo mientras yo sacaba los adornos del baúl. Ya lo verás a la noche, con las luces es algo maravilloso pero ahora ven, sígueme, que te enseño lo que será tu dormitorio esta semana. - ¿Pero cómo?, pregunté, ¿No vamos a dormir juntos?

Un silencio incómodo se hizo entre nosotros, ella giró el rostro esquivando mi mirada y, como si algo se hubiera roto en su interior, comenzó a caminar a grandes pasos hasta la galería; yo la seguí y, persiguiendo una respuesta, ambos nos adentramos a oscuras en la estancia.




El descenso - (c) - Miguel Angel Miguélez Fernández

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