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Es esta primavera de esplendor una ruta
por senderos azules y mañanas fugaces
donde el álamo agita pensamientos rojizos
en los brotes de abril que acarician el aire
mientras gritan los lirios su canción de fragancias
a esa música verde de la hierba en el valle.
En la brisa del tiempo la semilla germina
como luz en silencio que ilumina la tarde;
el anciano a la sombra de una encina señera
se detiene de pronto y respira el instante.
Un arroyo a su lado cantarín centellea
y las aguas los pies, con un ósculo suave,
arrebatan fatigas, murmurando al oído
las historias lejanas de sus días menguantes.
Por el pueblo un rumor a la vista despierta
el compás de quietudes que se asoma a la calle,
un tractor ronronea, una viuda camina
al tumulto y sosiego de la banca del parque;
un balón fugitivo le rebota a los pies
y ella, con su cayado, lo devuelve al infante.
Luego se sienta sola, junto a mí, pero sola
en esa soledad de mirada distante,
de silencios dicentes de saber la tragedia
de tocar y sentir lo que somos sin guantes.
El tractor ha parado, y el ocaso me acerca
los cobrizos de un sol que sonríe al celaje
sabedor de la suerte que depara la noche
a los astros celestes y los cuerpos errantes;
y esa viuda se marcha sin decir ni palabra,
no hace falta la voz cuando todo se sabe.
El lucero saluda al oeste encendido
en el sueño de vida del difunto paisaje
y me aquieto por fin al rocío del eco
a pensar estas cosas y sumar soledades
en las lágrimas trémulas de una noche sin luna
donde solo se queda esa hoguera que arde
en la calma del alma, cuya luz nos señala,
el valor redentor del amor en la sangre.
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M. Á. M.
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