domingo, 30 de noviembre de 2014

El descenso XIV











XIV




Los siguentes días pasaron raudos y, salvo por las bromas de los muchachos el día de inocentes, podría decir que aburridas. No sé qué tendrán los niños para hacer de cada jornada un día nuevo en el sentido más absoluto y verdadero de la palabra, pero es algo que nadie debería dejar de sentir con la edad. Imaginar ahora otra vez a Martín disfrazado de zombi y despertando a todos de un susto para luego carcajear diciendo —¡Inocente, inocente!—, esboza en mí una sonrisa tan amplia como pocas cosas logran hacerlo ya y eso, amigo mío, eso sí que no tiene precio.

La nochevieja se nos presentó especialmente amarga, Luisa tuvo otra crisis en la mañana y, tropezando, rodó escaleras abajo. Julián gritaba a todos dando órdenes; la ambulancia llegó a los diez minutos y logró reanimarla de camino al hospital, allí nos dirigimos todos, yo y Rosa en el Chrysler y Julián en su Patrol verde con los muchachos detrás. Todavía estaba en el quirófano cuando entramos en tropel a la sala de espera, las sillas de plástico eran bastante incómodas, pero eso era lo de menos en esos momentos, la tensión se notaba en todos nosotros, callados y quietos como estatuas allí sentados, hasta que a las dos horas vino un cirujano y, entrando en el despacho, comenzó a explicarnos la situación de mi madre, todos permanecíamos en pie hasta que nos invitó a sentarnos.

— ¿Son ustedes familiares de Luisa Vázquez de Ilán? —Así es, yo soy su hermano, ella y él sus hijos y estos, los míos—, dijo Julián.
— Doña Luisa ha tenido una hemorragia interna que hemos logrado detener a tiempo, pero le hemos tenido que extirpar el bazo, también ha sufrido fractura severa en L2 con sección completa de la médula espinal— ¿Pero está a salvo? —, pregunto Rosa visiblemente afectada—. Sí, fuera de todo peligro; ahora permanece estable en reanimación y pronto la subirán a planta.
—Eso significa que no va a volver a andar, ¿es lo que nos quiere decir, verdad?—, balbuceó Julián con los ojos humedecidos. Era la primera vez que le veía llorar.
—Así es, y también que adaptando su vivienda puede acostumbrarse en poco tiempo a ir en silla de ruedas, se la ve sana y fuerte.
—Es enferma de epilepsia, debería ya saberlo; está en su historial—, le reprochó  Julián— Haré las reformas precisas en casa, por eso no hay problema. También tendrás que encargarte de esto y de supervisar las reformas, Alex.
—No hay problema alguno, tío—, respondí al momento.
—Pueden ir verla dentro de una hora, estará aquí al menos una semana, para saber su habitación pregunten dentro de diez minutos en la ventanilla de ingresos, tengan un buen día —. Y, dicho esto, se levantó y salió sin prisa de la sala.

Todos nos quedamos desolados, llorando en silencio por un momento que pareció una eternidad. Las imágenes de aquella Luisa vivaracha, yendo y viniendo por todos los rincones de la casa, se sucedían en mi mente; por qué me pregutaba una y otra vez. Rosa se aferró a mi hombro.

—Abrázame, Alex; te necesito ahora más que nunca. Mañana me marcho y esta es la peor noticia que podía llevarme allá donde voy.

Rodeándola con mis brazos nos fundimos en un mar interminable de lágrimas y sentimientos hasta que Julián nos rescató.

—Vamos chicos, ya deben de tener el número—, dijo con un nudo en la garganta.

Los cinco salimos de allí y, tras preguntar, subimos a la habitación; la camilla llegó a la media hora, mamá permanecía aún dormida.
Nos quedamos los dos con ella mientras Julián iba a gestionar las reformas que necesitaría la casa, no le resultó fácil pero a última hora de la tarde llamó por teléfono, descolgué y escuche su profunda voz, ya mucho más calmada.

—Todo está dispuesto, comenzarán las obras el día 7, te he dejado el presupuesto en la estantería, con todos los demás. Cuida de que todo se lleve a cabo según lo previsto y, por lo que más quieras, cuida de tu madre como si te fuera la vida en ello.
—Así lo haré, tío. No te preocupes por eso.
—También quiero que lleves tú a Rosa al convento, yo voy ahora a relevaros y me quedaré con Luisa hasta que regreses de Astorga.
—De acuerdo.

Colgó y a los tres cuartos de hora estaba ya entrando por la puerta; había dejado a Martín y Andrés al cuidado de Andrea, nos despedimos de él y regresamos a Ilán en silencio enrojecidos los ojos. Aquella medianoche ninguno estaba para uvas, así que cenamos y nos fuimos a dormir antes de las campanadas. Apenas pude dormir ante un año nuevo en que ya nada sería igual para ninguno de nosotros.


























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